CATALUÑA: TENEMOS UN PROBLEMA

Y muy grave, por cierto. En el pleno de las Cortes se acaba de debatir (y rechazar) la propuesta del Parlamento de Cataluña para poder someter en referéndum a la ciudadanía catalana el derecho a decidir sobre su futuro político. Aunque en la proposición de Ley no figura la palabra «independencia», los promotores no se han cansado de repetir que el objetivo último del pueblo de Cataluña es constituirse en un Estado independiente dentro de la Unión Europea y, además, han marcado una fecha (9 de noviembre del presente año) para celebrar la consulta, lo permitan o no las Cortes o el Tribunal Constitucional.

Dentro de lo previsible y anunciado, el jefe del Ejecutivo ha basado su rechazo en la imposibilidad constitucional de que una parte (Cataluña) decida por el todo (España); el rechazo del actual líder del PSOE se ha basado en la defensa de la integridad del Estado, pero dentro de su transformación federal, mediante una reforma de la Constitución. En definitiva, ninguna solución al problema de Cataluña. En la sesión de Cortes del 13 de mayo de 1932, José Ortega y Gasset aseguraba que el problema catalán es como la cuadratura del círculo: irresoluble y que tan solo se podía «conllevar» por tratarse de un «nacionalismo particularista» que es «un sentimiento de dintorno vago, de intensidad variable, pero de tendencia sumamente clara, que se apodera de un pueblo o colectividad y le hace desear ardientemente vivir a parte de los demás pueblos o colectividades». Añadía Ortega que «Un Estado en decadencia fomenta los nacionalismos» y en esas estamos: los barros de la crisis económica que golpea a la sociedad española han favorecido la creencia de una parte de Cataluña y su clase dirigente de que «solos» estarían mejor y podrían afrontar los problemas sin el lastre de una España que no hace otra cosa que esquilmar a Cataluña. Envueltos en la bandera del nacionalismo particularista se ha creado un sentimiento transversal que aparta, como asunto secundario, las políticas socioeconómicas que golpean a buena parte de los ciudadanos para centrarse en la identidad nacional.

Y la cosa no es fácil de entender, como toda realidad compleja: la Constitución Española tuvo en 1978 en Cataluña una aceptación muy superior a la mayoría de las comunidades del resto del Estado; el partido hegemónico (CIU) ha desempeñado un papel determinante en la gobernabilidad de España tanto con los ejecutivos del PSOE como con los del PP y, por lo tanto, nada ajeno a la decisiones importantes, como el modelo de financiación autonómica. Sin embargo, el deterioro Cataluña-resto de España es evidente: la actuación harto irresponsable de algunos políticos abrió una caja de Pandora que parecía, si no sellada, al menos cerrada con firmeza: Rodríguez Zapatero accedió a la revisión del Estatuto de Cataluña que tan solo pedía Maragall; por su parte, el Partido Popular desencadenó una catalanofobia tan grave como irresponsable ─e irreversible, por mucho tiempo ─ y que culminó con el desastre de someter a referéndum un texto que estaba recurrido ante el Tribunal Constitucional.

El problema parece irresoluble: el ejecutivo del PP se apoya en las razones constitucionales que impiden dar satisfacción a la petición del Parlamento de Cataluña; el PSOE propone la reforma constitucional para diseñar un Estado federal que en bien poco, salvo el nombre, podría suponer una mayor cesión de competencias; y el nacionalismo catalán lo que pretende es la consecución de un Estado propio dentro de la UE. Si lo ha logrado Croacia o Serbia, con una guerra con no pocos crímenes contra la humanidad; o se ha reconocido a Kósovo, con buena parte de sus dirigentes con responsabilidades en grupos terroristas; o se apoya un cambio de gobierno en Ucrania, cuya punta de lanza son grupos neonazis, habrá que convenir que las razones de Cataluña para ser Estado independiente, si así lo quiere la mayoría de su población, son de mucho más peso que el de los ejemplos citados. El problema es de tal gravedad que exaspera la «tranquilidad» de unos y la «ligereza» de otros: España puede quedar mutilada de una parte sustancial de su territorio y Cataluña colocada fuera del ámbito de la Unión Europea, con consecuencias catastróficas para todos. Es momento  de que el seny catalán se imponga y se extienda a todos actores de este drama para que no acabe en tragedia. Recordando de nuevo el debate del Estatuto de Cataluña, en 1932, pero esta vez con las palabras de Manuel Azaña, «nadie tiene el derecho de monopolizar el patriotismo, y que nadie tiene el derecho, en una polémica, de decir que su solución es la mejor porque es la más patriótica; se necesita que, además de patriótica, sea acertada»