¿El mito del progreso?

Los que hemos vivido, leído y estudiado en la segunda mitad del siglo XX nos habíamos acostumbrado a la idea de que, pese a las crisis y cataclismos -como la crisis del petróleo de 1973 o la plaga del VIH desde los años 80 o el atentado islamista del 11S de Nueva York, con el que inaugurábamos el siglo XXI-, había una línea histórica de imparable progreso. Cada nueva generación aprendía de la experiencia y de los errores de la anterior y así se construía una tendencia continuada a las reformas y las mejoras económicas, políticas y, finalmente, sociales. Este paradigma parece que se está viniendo abajo en las dos primeras décadas del siglo XXI. Pese a los indudables avances científicos y tecnológicos, flota en el ambiente una sensación de fin de ciclo histórico y todavía no sabemos muy bien lo que va a venir en su lugar.

Es inevitable recurrir a las analogías con lo sucedido hace ahora un siglo. Una guerra mundial devastadora, cuyas causas y consecuencias no se cerrarían en firme hasta tres décadas después. El desarrollo de una pandemia mortífera, por la mutación de un virus humano debido a la recombinación genética con otros de origen animal. Finalmente, en la tercera década del siglo XX el auge, sobre todo entre los más jóvenes y desesperanzados, de los extremismos de todo tipo y de las soluciones más radicales a los desafíos globales. El mañana nos pertenece, repetían incansables fascistas y comunistas.  Hay que acabar con todo lo viejo y construir un mundo nuevo. Los síntomas y los males de la enfermedad, derivada de la triple crisis, económica, política y social de hace un siglo, parecen claramente concomitantes con los actuales y, de hecho, ya hay una amplia literatura científica y ensayística al respecto.

Igual que se requiere de una vacuna para frenar el avance de una pandemia, es imprescindible recurrir a la vacuna de la información crítica o, si se prefiere, del conocimiento histórico bien asimilado. Por favor, no repitamos los errores del pasado. No caigamos en la tentación de escuchar los cantos de sirena de los populismos de extrema izquierda o de extrema derecha. En buena medida, no hay nada nuevo bajo el sol. Son problemas históricos que llevan irresueltos desde hace siglos. Ahora lo que sucede, como gran novedad, es que tenemos a nuestra disposición una mayor cantidad de información y, sobre todo, de desinformación –en sus múltiples cepas y variantes- que en cualquier otro momento del pasado. Este hecho puede hacernos creer que nunca ha habido tanta corrupción o tanto abuso de poder e incompetencia por parte de las élites gobernantes. Buscar culpables con nombres y apellidos es la primera tendencia social en caso de catástrofe. Este fenómeno desacredita y debilita  a las democracias liberales y les da alas a sus poderosos enemigos. Pero hay que tener muy presente que los grandes desafíos de nuestro tiempo, muchos heredados del siglo XIX o incluso desde los inicios de la modernidad, no tienen soluciones fáciles o rápidas. Son tiempos estos tan complicados, tan difusos o tan líquidos que, hasta lo que nos pueda parecer más evidente, resulta necesario repetirlo hasta la saciedad. Hagamos toda la crítica necesaria y reclamemos reformas y cambios en positivo, de forma constructiva. En tiempos de zozobra, más templanza, más ciencia y más democracia que nunca.