Capital de  la protesta

Siempre es bueno hurgar en el pasado para entender mejor el presente. Gobernó España un emperador que decidió transformar un lugar de paso en la capital de su colosal imperio. Así lo quiso Felipe II y de aquella ocurrencia cuelgan desde entonces las muchas glorias y desdichas vividas por los madrileños. El  villorrio  elegido, fortaleza vigilante en el camino a Toledo, alejado de los puertos donde llegaban las riquezas de las Indias y a desmano de las rutas que unían la Península con el Continente, se perdía en mitad de la nada. Localizado en el centro de sus tierras, cuajado de bosques repletos de caza, bañado por  las aguas limpias de la sierra, presentaba atractivos suficientes para convertirlo en el Real Sitio que la Corona quería. La alcaldesa Botella y el presidente González deberían denunciar a Felipe II como el primero de los promotores de  las concentraciones en Madrid.

Nuestro Príncipe renacentista no quedó del todo satisfecho con tan extraordinaria mudanza y ordenó que se le construyera un alcázar inmenso lejos de la villa. Eligieron uno de los valles más hermosos de Madrid y allí se levantó, como una más de las montañas incrustadas en la Sierra del Guadarrama, la edificación más impresionante de la época. Concluida tan magnífica obra, el Emperador de las Españas se acomodó en lo que hoy se llamaría “Complejo Gubernamental Monasterio del Escorial”. Madrid se libró por algunos años de cortesanos, validos y secretarios, diplomáticos, militares, clérigos purpurados y soldadesca variada. !La de problemas que se hubieran evitado González y Botella si la situación se hubiera perpetuado en el tiempo!

Los herederos de Felipe II no compartían con su antecesor el gusto por la austeridad, la sencillez decorativa y la recogida espiritualidad que se respiraba en los lúgubres aposentos del Monasterio, pues preferían como era lógico las estancias palaciegas amplias y confortables, los banquetes interminables, los bailes de salón y la compañía de bellísimas damiselas. La Corte volvió a Madrid y la capitalidad de la Nación se encarnó entre nosotros. No se crean ustedes, doña Ana y don Ignacio, que no hubo otros intentos de cambiar todo lo hecho y otorgar el honor a otras poblaciones más emblemáticas.

En el siglo XVII, atrapado en las maniobras especulativas del Duque de Lerma, Felipe III se instaló con toda su familia en Valladolid, convirtiéndola durante cinco años en la Capital del Reino. Cien años después, otro Rey Felipe, el IV de los así llamados, aconsejado por su mujer, eligió Sevilla como el enclave perfecto para empadronarse. Tampoco duró demasiado el experimento y en ambos casos, reparado el error,  las monumentales expediciones migratorias regresaron a sus palacios madrileños. Así se escribió la historia, por mucho que alguna de sus consecuencias disguste a nuestros mandamases.

Durante la Guerra de la Independencia, con la monarquía en el exilio y el gobierno escondido en Cádiz, Madrid acogió a José I Bonaparte, un hombre ilustrado que nunca entendió muy bien a Madrid y sus atávicas costumbres. Le extrañaba que los madrileños anduviéramos  por las calles destripando infantes y cabalgaduras francesas. Nos traían, pensaba él, la libertad, la igualdad y la fraternidad, pero los españoles preferían encadenarse al absolutismo liberticida. Vencido el invasor, retrocedimos en el túnel de la historia y Madrid recuperó sus señas capitalinas de identidad. ¡Aquellos sí que eran disturbios, estimados regidores de la Villa y su Comunidad!

Madrid no fue capital de España durante nuestra contienda civil. Franco utilizó la plaza rebelde  de Burgos para tales menesteres y la República se refugió en Valencia. Aquí quedamos los madrileños, enfermos y diezmados,  despojados de la capitalidad, ametrallados y bombardeados, resistiendo hasta el día de la capitulación. Cuando las falanges nacionalistas desfilaron por la Castellana, anunciando miseria y represión sin límites, el General ocupó para siempre el Palacio del Pardo y Madrid volvió a recuperar el espacio que el destino le había asignado. Aquí se llega desde entonces con la ilusión de vivir lo mejor posible, de confundirse entre su gente y medrar en lo emprendido. También los hay que vienen con la intención de dejarse ver, ser escuchados y preguntar por lo suyo.

Gobernar Madrid o su provincia tiene premio: protagonismo nacional, dotaciones presupuestarias millonarias y singularidad protocolaria. Por todo ello, hay que pagar el correspondiente peaje: soportar la presencia inevitable de las autoridades patrias y convivir con las instituciones sociales y políticas que nos administran a todos. Tal coincidencia provoca la concentración de ciudadanos defraudados y cabreados, la de los propios y las de los foráneos. Gajes del oficio, doña Ana y don  Ignacio. Así lo quiso Felipe II.