El arte contemporáneo no tiene buen culo para pegarle patadas con cariño y mala leche

La modernidad nos trajo de todo, lo que era posible y lo que parecía imposible, cada día una eyaculación nueva, una convulsión exultante, un pasmo alborozado, una mirada y contemplación más agudas, inauditas, incisivas y críticas. Estábamos ante una insólita revolución estética que no tenía límites y cuya diversidad y horizontes eran tan vastos como universos carentes de confines e inundados de luz.

Sin embargo, para algunos el ciclo o lo que fuese, después de años de sangre y plomo, se agotó, estaba exhausto y se arrastraba postrado, falto de iniciativa y dirección. Por mucho que rezaba era incapaz de frenar la andadura hacia el fin, y hasta el emblema transgresor había dejado de tener significado.

Y viene al rescate entonces el llamado arte contemporáneo, que engulle la modernidad con su retahíla filosófica y teorética. Sus prontos partidarios –muchos de ellos especuladores disfrazados- ponderan sus propiedades herméticas, su renovación, novedad, apropiación, hibridación, globalización, mestizaje, incongruencia, transgresión, imprevisión, participación; la multiplicidad de procedimientos, la individualización, la ambigüedad y al mismo tiempo la autonomía y hecho social. En definitiva, pluralidad de estilos, proliferación de mensajes, lenguajes y códigos.    

En la otra banda, los detractores hablan de la nulidad de su formulación, su mediocridad, charlatanería, impostura, su oda al mercantilismo, su insignificancia, vacuidad, fealdad, tontería, vulgaridad, incomprensión, futilidad y banalidad. Hasta Jean-Philippe Domecq llega a declarar que la nulidad afecta al noventa y cinco por ciento del arte contemporáneo. Y Braudrillard no le va a la zaga cuando advierte que toda la duplicidad del mismo consiste en eso: en reivindicar su nulidad, la insignificancia, el sinsentido.

Por consiguiente, para acortar las distancias entre una minoría que “todo lo sabe” – a saber qué- y el gran público de los medios masivos, hay que rehabilitar una crítica de arte centrada en las obras, una por cada una, para encontrar en ellas  cuestiones existenciales y genuinamente artísticas (desde la forma a la angustia, desde la visión hasta la reflexión, desde el placer al horror, desde la realización hasta la ansiedad y la zozobra, desde el pensamiento hasta la emoción y desde el ser hasta la muerte). Quizás así se consiga –no lo creo ni prometiéndome la resurrección para verlo- que un espectador cada vez menos interesado en el arte contemporáneo debido a su radicalización –entre comillas- y su exposición en lugares especializados, lo deje definitivamente de lado.

Gregorio Vigil-Escalera

De las Asociaciones internacional y Española de Críticos de Arte (AICA/AECA)