Ya no encuentro luces en la noche
Nos situaron en la modernidad, después en la posmodernidad, ahora en lo poshistórico o posutópico, incluso en la neomodernidad o en la nueva era plural. Los popes de la teoría y del mercado, de la epistemología, de la estética, se explayan en una dirección u otra, lo mismo bajo una posición o su contraria, o apelando a una problemática o dialéctica asimétricas pero volubles, sin omitir a una filosofía del arte que avanza sin tapujos y cargada de conjeturas.
Pero seguimos sin saber lo que es el arte, aunque sí apreciarlo en la medida de sensibilidades y conocimientos de cada uno. Por eso, cuando nos aseguran que todo el arte posterior a Duchamp es conceptual (dado que sólo existe conceptualmente) y que los artistas ya ponían en tela de juicio su naturaleza presentando nuevas proposiciones, nos quedamos a la espera de que el proceso no nos coja en misa y sin breviario.
Un autor que se planteó la cuestión llegó a la conclusión de que lo más fácil, ante la imposibilidad de su definición, era atenerse a la opción –la única para él que estaba libre- de intentar saber cuándo hay arte. Y lo que verdaderamente ha facilitado tal dinámica de controversias –ejemplo: ¿la estética está conceptualmente al margen del arte?- es el cambio espectacular y acelerado que ha experimentado la producción artística en lo tocante a su recepción.
Y es que si por una parte nos siguen repitiendo que una obra de arte es una tautología por el hecho de ser una presentación del artista y de que la condición del arte es un estado conceptual, importando más el concepto de la obra que su realización técnica –exposición de que la idea de arte y el arte son la misma cosa y pueden ser estimados como tal sin necesidad de salir del contexto para verificarlo-, por el otro lo que los formalistas postulan es que todo arte innovador se basa en el encuentro de nuevos lenguajes. Pues, como señala, Mel Bochner, ninguna idea existe sin soporte que la sostenga.
No voy a ocultar que mi condición de creyente en la forma, en la historia, en lo irrepetible, en el aura y el misterio, en la autenticidad, me hace ser partidario de una recepción contemplativa, no en la recepción distraída o dispersa de la que habla Walter Benjamin como instrumento de emancipación –que debe ser muy lento, tan lento como estar sin agua en un desierto- de las masas gracias a las técnicas de reproducción. Pues con la recepción contemplativa penetro en la obra, me sumerjo en ella, me recojo en silencio, hasta acceder a una experiencia que siento como un sujeto vivo y activo y comprometido con la comunicación y la transferencia emocional e intelectual que ofrece.
Retomando lo citado anteriormente, lo cierto es que la consideración que en su día hizo Alfred Barr sobre el arte moderno, continúa siendo válida al entender que no hay ningún modo determinante de definición del arte y que cualquier intento por hacerlo indica una fe ciega, y un conocimiento o una académica carencia de realismo. A lo que habría que añadir el juicio sostenido por Victoria Combalía respecto a que el lenguaje moderno no está agotado, por más que sus soportes convencionales y tradicionales puedan parecer caducos en un mundo regido por la tecnología.
Capítulo aparte merece la cuestión de la autonomía del arte que parte del hecho de que sólo existe por sí mismo, que es su propia definición y reivindicación y que su viabilidad está asegurada si no asume una actitud filosófica.
Adorno es más taxativo en su declaración de que la autonomía del arte es irrevocable, pero partiendo de la capacidad dialéctica de las obras y no de su carácter mítico –no parece haberse quedado con el axioma de que el hombre es hombre porque ha inventado su mito-. Insiste, por tanto, en que la universalidad del arte está basada en la forma, que es la que convierte a las obras existentes en algo más que no es su existencia, sino su lenguaje.
Y es que como ha manifestado otro autor, si las obras vuelven a hablar de algo más que de ellas mismas, el contenido puede arrastrar en su caída a lo que es más que él. Dado que por mucho que se pegue a la realidad el arte crea un espacio y un tiempo propios. Rancìere va más lejos al inferir que la autonomía artística no es una anatomía del hacer artístico sino una forma de experiencia sensible que al poder todos disfrutar de ella, construye el germen de una nueva humanidad. Sin embargo, Didi-Huberman le lleva la contraria, al afirmar que en el mundo contemporáneo se ha liquidado la utopía estética: esa vieja fe en la capacidad de contribuir a una transformación radical de las condiciones colectivas de vida.
En definitiva, no hay hechos de visualidad puros, sino tan sólo actos de ver extremadamente complejos que son siempre el resultado de una ardua e híbrida construcción cultural y que además incluyen todo el amplio repertorio de modos de hacer relacionados con el ver y el ser visto, el mirar y el ser mirado, el producir imágenes y el diseminarlas o el contemplarlas y percibirlas.
Finalmente, ¿qué es lo primordial? El que el discurso, para ser válido, incluya detrás de él además de un quehacer significativo y de calidad, una visión del mundo, sea ésta implícita o explícita. Y el que el artista sea sinónimo de constante cambio psicológico, mental y emocional, de crecimiento, de inestabilidad, de inseguridad. Y el que la oscuridad de nuestros temores, al convertirse en sombra, sea nuestra capacidad de aceptar la inexorabilidad del cambio, pese a que mirar de buen grado esa sombra de nuestra futura muerte, ella nos ensombrezca.
Gregorio Vigil-Escalera
De las Asociaciones Internacional y Española de Críticos de Arte (AICA/ECA)