Woody Allen a la francesa
El lunes por la tarde fui al cine a ver Golpe de suerte, de Woody Allen. La vi doblada al castellano. El martes volví a verla, esta vez en francés, en versión original subtitulada. Allen siempre regresa en otoño. No es la mejor película del director neoyorquino, que con esta lleva estrenadas cincuenta. No es Manhattan, no es Annie Hall, no es Macht point, no es Hanna y sus hermanas. Si algo no quisiera ser en esta vida es crítico, y menos de cine, así que solo diré que a mí me ha encantado el film; film, una palabra que ya casi nadie usa, pero que en este caso nos vale, toda vez que la producción es francesa. A mí me gustan todas las de Woody, unas más que otras, pero en todas me encuentro como en casa y, cuando salía él como actor, todavía más en casa: en la suya. Y también agradezco que sus películas no pasen de los noventa minutos, una cortesía del cineasta hacia los espectadores, ahora que se han puesto de moda las historias de tres horas y de ahí para arriba. ¡Qué pereza! El martes, al salir del cine, me acordé de mi amiga Silvia, con un poco de melancolía, de pena también. Silvia adoraba a Woody Allen, era su caballero del séptimo arte. No le produjo gran efecto que en los años noventa Mia Farrow lo denunciara por haber abusado, presuntamente, de su hija Dylan, lo que nunca se pudo probar. Silvia se cayó del caballo en 2020, en plena ola del MeToo. Fue un visto y no visto fulminante, un pasar del blanco al negro, un apagón definitivo. Desde entonces, a Silvia, Woody Allen le da asco, así, sin paños calientes. Ni fríos.
El tema tiene su enjundia y no lo voy a despachar con un capotazo. Lo cierto es que la denuncia de Mia Farrow ha pasado dos veces por los tribunales y en ambas ha sido archivada. Que no se haya podido probar nada no quiere decir que no haya ocurrido nada. Una cosa es la verdad judicial, y en este caso ni siquiera es una verdad rotunda, y otra la Verdad, pero esta se mueve por los territorios de la metafísica. Existen los indicios, y las creencias y el pálpito de cada uno es muy legítimo. A mí me gustaría estar seguro de que Woody Allen es un buen tipo, y un buen padre y una magnífica persona, pero esa certeza no la tengo, ni tampoco tengo la contraria. Lo que sí sé es que nunca voy a perder mi admiración por el cineasta, que estaré agradecido a los ratos maravillosos que me ha hecho pasar en el cine, y los que aún, a sus 87, pueda seguir dándome, en tiempo ya de prórroga. Y si mañana se descubriera que ha sido un criminal o un pederasta me repugnaría el ciudadano Allan Stewart Konigsberg y querría que lo encarcelaran, pero no detestaría las películas de Woody Allen, entre otras cosas, porque si tuviera que acomodar mis gustos con la bondad o maldad personal de los creadores debería de hacer una severa tala en mi árbol de preferencias artísticas. Ya sé que hay quienes, como mi amiga Silvia, quieren hacer limpia no solo de los malvados del presente sino también de los canallas del pasado. Y en esas andan. Para quienes no tengan vocación redentorista les recomiendo la última de Woody Allen. Ocurre en París, con una bonita historia de amor, con crímenes, con intriga y con un golpe de efecto final que nos les cuento, porque sería un spoiler imperdonable. Un film con encanto, un auténtico coup de chance.
Original en elobrero.es
JUAN ANTONIO TIRADO
Juan Antonio Tirado, malagueño de la cosecha del 61, escribe en los periódicos desde antes de alcanzar la mayoría de edad, pero su vida profesional ha estado ligada especialmente a la radio y la televisión: primero en Radiocadena Española en Valladolid, y luego en Radio Nacional en Madrid. Desde 1998 forma parte de la plantilla de periodistas del programa de TVE “Informe Semanal”. Es autor de los libros “Lo tuyo no tiene nombre”, “Las noticias en el espejo” y “Siete caras de la Transición”. Aparte de la literatura, su afición más confesable es también una pasión: el Atlético de Madrid.