Wifredo Lam (1902-1982) o la visión del enigma insondable afrocubano
Paradigma de la cultura cubana del siglo XX, Lam estudió en la Academia San Alejandro de La Habana, para hacerlo posteriormente en Madrid y Barcelona. Después se hizo amigo en París, donde residió varios años, de los surrealistas, viajó por todo el mundo y en 1964 se afincó en Italia.
El descubrimiento en 1928 de la estatuaria africana y el encuentro con Picasso abren ante él la hoja de ruta plástica y el ideario que marcaría la culminación de una de las obras artísticas más apasionantes de la pasada centuria.
El artista, cuyo padre chino vivió ciento ocho años, fraguó, en parte gracias a la influencia y consciencia de sus antecedentes africanos, indios, chinos y europeos, un proyecto que exploraba, tanto en la forma como en el fondo, el interior de junglas, montes, frondas y criaturas, creencias y rituales, que gravitaban en la órbita afilada, amenazante y sanguinaria de enigmas y realidades que cohabitan estética y existencialmente en el imaginario colectivo de un pueblo desarraigado y desheredado, al que le queda ese recurso para seguir manteniendo su identidad.
Lam no era un mero miembro de la Escuela de París, sencillamente porque su universo pictórico y mágico rebasaba un etiquetamiento reductor y confuso. Por el contrario, la fuerza expresiva y totémica con que daba aliento a sus demonios emboscados en las profundidades de bosques y selvas, de resonancias invocadoras, se plasmaba en una belleza cuanto más oscura más ontológica.
Hombre de impronta cultural muy acusada y radicalmente vinculada a su génesis geográfica y biológica, sus periodos de trabajo en la isla fueron los más fructíferos, lo que no es de extrañar dado su ser y estar en sus mismos orígenes, en el centro del que él era fruto y asimismo fuente de creación.
Que su formación se haya valido de sus conocimientos y prácticas en relación con las formulaciones y concepciones cubistas, surrealistas y expresionistas no es de extrañar, si bien no le resta un ápice al verdadero valor de su pintura, cuya visión englobó nuevos significados y perspectivas y un lenguaje personal renovador que inventa, metamorfosea, geometriza y sintetiza. Con ello se procura la permanencia, pues, de un espíritu sobrenatural en paralelo con un cosmos natural; una configuración fantástica en línea con una base animista, atávica y cosmogónica.
El arte de Lam, como apunta Gerardo Mosquera, es una mezcla de lo terrible y lo bello, lo fecundante y lo maligno, lo vital y lo destructivo, y comunica un infinito no regido por la polaridad bien-mal, luz-tinieblas, cielo-infierno, dios-diablo. Por lo tanto, estamos ante un destino que se mantuvo en constante construcción bajo lo inconmensurable de su agresividad, de sus alimañas, dientes, púas, cuernos, guadañas y delirios, un destino que obtuvo y nos dejó un legado insustituible en todos los ámbitos.
En términos sincréticos, podríamos señalar que el mejor artista cubano del siglo XX ha sido el poseedor de una imaginación febril, capaz de aglutinar contextos, biologías, saberes, creencias y realidades, de cuya inmensidad cuesta salir y vivir sin ella.
Todas sus imágenes nos sobrecogen e impresionan y cuando eso sucede, el impacto en los ojos se parece al dolor, que de entrada lo ocupa todo (Bernard Noël).
Gregorio Vigil-Escalera
De las Asociaciones Internacional, Española de Críticos de Arte (AICA/AECA)