Una teoría de los espejos

Me desperté de madrugada con una flor de angustia en el pecho y con ganas de orinar. Me miré en el espejo del baño como en descuido, porque a esas horas es duro contemplar al tipo desmadejado que supuestamente te refleja al otro lado de un inmenso abismo. Por lo general, los espejos de casa lo tratan a uno bien, dado que están acostumbrados a su presencia o porque uno sabe cómo componer el gesto para salir favorecido. Cuando empiezas a salir mal en los espejos de casa debes plantearte cambiar de espejos o cambiar de cara. En los espejos de las casas ajenas hay que tener siempre mucho cuidado, mirarse de soslayo, a hurtadillas, buscando en ellos un guiño de complicidad, una cierta seguridad de que no están contra ti, ya que la falta de familiaridad con esos artefactos de la copia al instante puede darte sorpresas desagradables.

El bosque nocturno es distinto, ahí no tienes escapatoria, ese es un país extranjero para todos y ni tan siquiera los espejos propios están sometidos a las leyes de la cortesía. Si te miras, quizá sea porque estás muy confiado en tus facciones, o porque pecas de osado, o porque ha llegado un momento en que miras sin verte, como el que se afeita sin mirarse, de manera automática. Decía alguien, alguien siempre dice algo, que a partir de los cuarenta años todo el mundo tiene la cara que se merece. Añadiré que a partir de los cuarenta hay que ser un temerario o un narcisista sin cura para plantarse delante de un espejo a mirar la disposición de las líneas de expresión -sin eufemismos, arrugas-, en horas de luna y sueño. Claro que el más inquietante espejo de la madrugada es el que devuelve la imagen moral o el que muestras sueños y mentiras, afanes y fantasmas. Quien lo probó sabe que esa tela de araña es una comezón lacada en madera kafkiana en la que hasta Freud sería un náufrago tembloroso ante la visión de la barca de Caronte.

Cada uno hace frente a los terrores de la noche como sabe o puede. Cuenta la mezzosoprano italiana Cecilia Bartoli que el castrato Farinelli le cantaba por las noches a Felipe V, que padecía de locura melancólica, lo que hoy llamamos insomnio. Bueno, cada cual a su forma, ya digo, en lucha con el monstruo. Vuelvo a la cama, a pedir humildemente clemencia a los dioses paganos, a requerirles para que me devuelvan la ciudadanía del país de las almohadas, para que me retiren de esta intemperie fastidiosa, de esta pesadilla despierta, que es la peor, pues no se tiene la esperanza de despertar y que se diluyan los espectros. Los dioses, esta vez, escuchan mi plegaria y un sueño largo me traslada a remotos rincones oníricos donde hay música de pájaros y balcones abiertos. Luego, la mañana, una explosión alegre de invierno que no lo parece, me coge por los brazos y me mete en la vida. Y estoy contento de haber huido de la región de las tinieblas y gozoso de pasear por entre la gente, en la calle, sin espejos, con rumor de claxon y tiendas abiertas. No hay que dejarse atrapar por las mentiras de la noche, que decía Bufalino, por las sombras y mixtificaciones que tratan de confundirnos. No es buena hora la del alba, cuando sangra la luna al filo de su guadaña, para bailar una silenciosa danza.

Original en elobrero.es

Juan Antonio Tirado, malagueño de la cosecha del 61, escribe en los periódicos desde antes de alcanzar la mayoría de edad, pero su vida profesional ha estado ligada especialmente a la radio y la televisión: primero en Radiocadena Española en Valladolid, y luego en Radio Nacional en Madrid. Desde 1998 forma parte de la plantilla de periodistas del programa de TVE “Informe Semanal”. Es autor de los libros “Lo tuyo no tiene nombre”, “Las noticias en el espejo” y “Siete caras de la Transición”. Aparte de la literatura, su afición más confesable es también una pasión: el Atlético de Madrid.