UNA ELECCIÓN PARA UNA EMERGENCIA Por Teófilo Ruiz
Sostenía Indro Montanelli que la Iglesia Católica siempre encuentra el dirigente adecuado en el momento de necesidad extremo, algo lógico en una empresa con dos mil años de experiencia a sus espaldas. Es evidente que los retos que ha de afrontar el Papa Bergoglio (Francisco) son de envergadura: van desde un laicismo galopante en Europa, hasta los insoportables casos de pederastia, pasando por una Curia enzarzada en luchas de poder y unas prácticas financieras poco acordes con el mensaje del carpintero de Nazaret.
De acuerdo con los tiempos, la elección del Vicario de Cristo se planteaba en las casas de apuestas on line, pero Bergoglio no cotizaba. No obstante, el Espíritu Santo se reservaba su papel e iluminó a los miembros del Cónclave para que de forma pragmática eligieran a la persona apropiada. En los titulares de los medios hay para todos los gustos: humilde; utiliza el transporte público para desplazarse por Buenos Aires; ha elegido el nombre de Francisco como imitatio del santo de Asís; es amante del tango y lector de Borges y forofo del San Lorenzo de Almagro; y un decidido defensor de la causa de los pobres. Claro que también es un conservador en lo doctrinal, con la condena sin paliativos de los matrimonios gays y opuesto a un mayor protagonismo de la mujer en el seno de la Iglesia. Y como un punto oscuro, de gran tamaño, aparece su silencio ─no cómplice, pero silencio al fin─ con la dictadura militar argentina, responsable de miles de asesinatos y torturas de sus enemigos políticos.
Se habla de retos de tamaño gigantesco, del primer Papa latinoamericano y, además jesuita, pero no nos perdamos: desde el Edicto de Milán y el In hoc signo vinces de la batalla del Puente Milvio, y el posterior legado de Constantino, la Iglesia Católica se incrustó en el poder, con vocación de no abandonarlo nunca, utilizando el despotismo y la violencia, sin recato alguno en infinidad de ocasiones.
En cualquier caso, la llegada de un jesuita al sillón de Pedro puede suponer una solución de compromiso, pero también una elección para una situación de emergencia. Iñigo de Loyola, tras sus éxtasis en la cueva de Manresa, su peregrinación a Jerusalén, su paso por el Studi General de Barcelona y la Universidad de Alcalá, decidió fundar la Compañía de Jesús, para servir al Papa y a la Iglesia. Sin embargo, por diversas razones, los roces han sido sonados: Gian Pietro Carafa (Pablo IV) era enemigo irreductible de Iñigo de Loyola por rechazar su oferta de fusión de la Compañía con la orden de los teatinos; y ya, en tiempos más próximos, los jesuitas han sido la molesta mosca que apostaba por una Iglesia más comprometida con los pobres, especialmente en el Tercer Mundo. Llamativos fueron los enfrentamientos del General Pedro Arrupe con el Opus Dei y con Juan Pablo II. Y el actual General de los jesuitas, el español Adolfo Nicolás, no provocó entusiasmo por su elección en la Curia vaticana. Pero la situación de la Iglesia Católica es de emergencia. La elección de Bergoglio parece responder a esta acuciante necesidad que muestra el deterioro galopante del inmenso capital (humano y espiritual) acumulado durante siglos y que se traduce, en términos tampoco congruentes con el mensaje fundacional, en pérdida de poder e influencia.
Se abre un interrogante tan sugestivo como difícil de solucionar, con una Curía nada dispuesta a ceder en sus privilegios y una organización (la Iglesia Católica) que necesita ponerse al día o languidecer. Bergoglio puede continuar la labor de su predecesor ─conservador en los principios, aunque dispuesto a afrontar problemas tan graves como la pederastia ─ o ser otra sorpresa catártica como lo fue Juan XXIII. Lo que parece evidente es que la situación de la Iglesia Católica no está para que su nuevo pastor se guie por el seráfico comportamiento del nombre elegido para desarrollar su mandato. La dimisión de Benedicto XVI no deja dudas de la magnitud de la tarea.