Un país de frikis
Una bandada de predicadores extravagantes peregrina por los territorios devastados de nuestra España indignada. Anidaron en las ventanas mediáticas que se abrieron a su paso y ahora se posan resueltos sobre las escombreras sociales de la crisis económica. Allá donde se concentre un corrillo de afectados, repentinamente, aparecerá alguno de ellos, agitando con sus alas el aire recalentado de las miserias ajenas. Aunque exhiban plumajes de distintos colores y sus trinos parezcan diferentes, vuelen por todo lo alto o planeen pegados al suelo, basta con prestarles atención para comprobar que todos ellos son de la misma especie.
Observados sus movimientos y escuchadas sus proclamas airadas, afrontando el riesgo de dejarme en el tintero alguna variedad minoritaria, me atrevo a proponerles una breve catalogación de sus especímenes más característicos. Veamos. Cohabitan en la pasarela pública evitas descamisadas inflamadas de justicialismo populista, monjas guerrilleras dispuestas a redimir con sus bienaventuranzas laicas a los parias de la tierra, anacoretas onanistas hastiados de masturbarse con sus teoremas sociales, jueces justicieros apartados de la carrera que transforman sus rencores en teoría política y quijotes descabalgados de sus jumentos partidistas en alguna batalla perdida.
Todos ellos, juntos o por separado, se acomodan en los estudios de las televisiones que los acogen, miran a la cámara que les corresponde y masajean a los malqueridos con ungüentos de renovación democrática. Siempre son bien recibidos: aumentan los índices de audiencia de las cadenas más pequeñas y aportan a la programación ciertas dosis de progresismo adulterado. Gustan por aquí los tipos superlativos y las interpretaciones esperpénticas. Ya me lo decía un buen amigo, productor que era y es de grandes montajes teatrales, el público quiere ver algo muy distinto a lo que se encuentra en casa cada noche.
Aún recordamos al cómico disfrazado de marinerito que cantaba aquello de “mi padre tiene un barco, me cachis se la mar”, al bigotudo que tocaba el piticlín a las primeras de cambio, al actor consumado que utilizaba un lenguaje enrevesado, a la maciza deslenguada y al chiquito de paso corto y duodeno doliente que llamaba cobarde a un interlocutor invisible. Por la pantalla amiga pasaron también aquellos humoristas encarnados en gangosos de chiste fácil, beodos abrazados a la farola más cercana y paletos de boina calada y garrote en ristre. El espectáculo se acompañaba de ventrílocuos armados de cuervos respondones y abuelas sordas que cantaban las verdades del barquero al artista que manipulaba el muñeco.
Después llegaron los reality show de gentes en carne viva, las princesas del pueblo, los vendedores de intimidades y las paradas de monstruos populares y faranduleros. Incluso se coló en Eurovisión un chiquilicuatre estrafalario, de flequillo engominado y pantalones ajustados, dispuesto a bailar su cruzadito en los escenarios europeos. Nunca tuvo el Festival un seguimiento tan formidable. Nos apasionan los tipos que hacen el ridículo. En un país como el nuestro, donde prosperan desde antiguo todo tipo de frikis, no les extrañe que Cospedal continúe improvisando taquicardias dialécticas o que Pablo Iglesias le regale al Rey una serie norteamericana de caballería, aunque bien mirado sorprenda que un admirador de las esencias bolivarianas vaya por ahí regalando un producto de la imaginería imperialista yanqui.