Un bote de pintura a la cara del público    

Dentro del mundo del arte han tenido lugar sucesos en el pasado cuya relevancia nos acerca histórica y culturalmente al acontecer de hoy. Nos referimos al famoso litigio por libelo que emprendió el pintor americano James McNeill Whistler (1834-1903) contra el catedrático y el más reputado crítico de arte inglés en su época, John Ruskin (1819-1900), famoso también porque cuando se casó ya algo mayor con una joven de 26 años, que tenía idealizada e imaginada según los cánones de los desnudos de Tiziano, y la vio totalmente desnuda –hasta ese momento nunca había tenido ninguna mujer de esta guisa delante suyo- quedó horrorizado ante la visión del peludo pubis. Salió corriendo y nunca volvió a tocar a ninguna mujer.    

El origen de esta denuncia por difamación fue un comentario despectivo expresado por Ruskin en 1877 contra el pintor en una publicación londinense, Fors Clavigera, dirigida a medios obreros. El juicio despreciativo fue a propósito del cuadro “Nocturno en negro y oro: el cohete cayendo” que se había expuesto en la Grosvenor Gallery (acusado por ser excesivamente esteticista, movimiento entonces en boga).

El célebre proceso, llevado a cabo en 1878 y del que todo Londres se hizo eco, estuvo salpicado de todo tipo de incidencias, la mayoría de ribetes cómicos. Juez, abogados y testigos se eternizaron en el uso de la palabra explayándose sin ton ni son acerca del arte y la pintura. Incluso hubo que llevar a los miembros del jurado a contemplar un Tiziano para que se empapasen de cierto sentido estético y así pudiesen pronunciarse con un mínimo de conocimiento de causa.

Finalmente, se produjo el fallo a favor del pintor pero la indemnización por daños y perjuicios a la que fue condenado el historiador fue de un ochavo –mínima fracción monetaria de circulación legal-, además de que cada uno se hacía cargo de sus propias costas, con lo que para Whistler supuso la ruina y para Ruskin la renuncia a su cátedra de Oxford poco después. 

La frase peyorativa que dio lugar a todo este acontecimiento no fue otra que:

“Nunca supuse que llegaría a oír a un fatuo pedir doscientas guineas (cantidad considerable para la época) por arrojar un bote de pintura a la cara del público”.  

¿No les suena? Hoy mismo algunos espectadores profieren similares expresiones y aún peores con motivo de exposiciones y muestras de carácter artístico con las que no piensan perder más tiempo y dinero en lo sucesivo. ¿Eso es injusto y denota una cierta, hasta total incomprensión del fenómeno artístico actual? ¿O está justificado por lo que respecta a determinados eventos, certámenes y exhibiciones sufragados por el erario público?     

 Gregorio Vigil-Escalera

De las Asociaciones Internacional y Española de Críticos de Arte (AICA/AECA)