Turismo petroleado. Fernando González

Es muy posible que haya petróleo bajo las aguas costeras de las Baleares y las Canarias, pero hoy por hoy y desde hace ya muchas décadas, la economía productiva de ambos archipiélagos se alimenta principalmente de los ingresos que les proporciona su industria turística. Muchos millones de visitantes extranjeros, el cuarenta por ciento de los que llegan a España, se aposentan cada año en nuestras islas. Vienen atraídos por una oferta imbatible de sol y playa, diversa y profesionalizada, adaptada a todos los bolsillos, que les garantiza el baño en aguas tranquilas y limpias, un clima apacible y bondadoso, una alimentación copiosa y saludable, la seguridad que buscan, los divertimentos que les encandilan y toda la juerga nocturna que sean capaces de aguantar.  Últimamente, espabilados por la durísima competencia de otros reclamos emergentes, los empresarios nacionales han aquilatado los precios, han erradicado buena parte de los abusos de antaño, han mejorado la mediocridad de algunos productos y han añadido nuevos destinos y nuevos equipamientos para satisfacer las demandas de los turistas más selectos. El presente y el futuro de una parte fundamental de nuestro sector turístico está en tierra firme, por mucho que algunos iluminados pretendan encontrar petróleo en las plataformas marítimas de las islas.

Todos los gobiernos de España, desde los tiempos de la autarquía franquista hasta nuestros días, parecen empeñados en agarrar por el pescuezo a la gallina turística de los huevos de oro. Resulta milagroso que haya sobrevivido, pujante y ponedora, a tanto abuso irresponsable. A lo largo del desarrollismo compulsivo de los años sesenta, Manuel Fraga y sus correligionarios políticos advirtieron que muchísimos foráneos, ajenos e insensibles a las normas dictatoriales que aquí padecíamos, se dejaban caer por nuestras costas para tostarse al sol español, participar en nuestros festejos atávicos y financiarse unas estupendas vacaciones con sus poderosas divisas. Sabían perfectamente que estaban introduciendo al zorro democrático en el corral del nacionalcatolicismo, pero la patria necesitaba monedas fuertes para sufragar el crecimiento planificado de la economía nacional. Fue entonces cuando se levantó un muro de cemento y ladrillo en buena parte del litoral mediterráneo, compuesto de bloques interminables y apartamento y hoteles baratos, merenderos de poca monta y centros comerciales. Aquella barbaridad terminó por desfigurarlo totalmente. Por si no fuera pequeño el destrozo perpetrado, también se encontró hueco para centrales nucleares, centrales térmicas de carbón, complejos siderúrgicos y papeleras nauseabundas.

Aquel turismo masivo de clases medias y populares, propias y extrañas se adaptó al caos urbanístico y siguió multiplicándose sin alteraciones apreciables. La democracia se benefició también del invento, equilibrando así nuestra balanza de pagos y agrandando la burbuja inmobiliaria. A lo ya hecho se añadieron las urbanizaciones destinadas a segunda residencia, las hileras abrochadas de adosados y cientos de campos de golf repartidos por todas partes. Al calor de tanto negocio relacionado con el turismo, se alumbró una nueva casta de especuladores avispados, financieros del dinero opaco, constructores sin escrúpulos y políticos corruptos.

El turismo ha sido, y aún lo es, el salvavidas imprescindible de la coyuntura económica, el último recurso que nos ha salvado de hundirnos totalmente en la recesión y el flotador inmenso al que se han asido millones de trabajadores amenazados por el desempleo. En lo que va de año ha crecido más del nueve por ciento, lo que significa más de diez millones de turistas en solo tres meses, con un gasto medio de seiscientos euros por cabeza. Bueno será que recapacitemos y no salpiquemos nuestros mares   con plataformas petrolíferas, no vaya a sucedernos que las mareas vayan y vengan perfumaditas de brea, tal  y como cantaba Joan Manuel Serrat. Los turistas volverían petroleados a sus países, y todo el andamiaje turístico se nos podría venir abajo.