Tonto de capirote. Fernando González

Nuestras tradiciones orales son muy prolíficas cuando califican al paisano que hace o dice tontadas. Según la comarca y la historia personal del afectado, el vecino podría ser un tonto de baba o el tonto del pueblo. En algunos casos, el aludido paga siempre la cuenta de toda la panda y entonces es un autentico tonto del haba. Algún personaje de los reseñados es tan presumido y tan jactancioso que termina por convertirse en un tonto del culo. Al presidente del Eurogrupo, un holandés de apellido impronunciable, socialdemócrata de cartón piedra por más señas, le cuadra más el apelativo de tonto de capirote. Por algo estamos en Semana Santa. El sujeto se ha sumado irresponsablemente a este ceremonial, provocando con sus tonterías una dolorosísima subida al Calvario de la maltrecha economía europea.

Como si fuera un profeta de cataclismos futuros, dotado de una elocuencia aterradora, el atontado consiguió que bajaran todas las bolsas europeas,  que subieran las primas de riesgos de los países más endeudados y se desencadenara una epidemia de miedo en el colectivo de los ahorradores. Los que pensaban en invertir se retiraron de la puja con la presteza asimilada en otros desastres financieros. Los depositantes preguntaron al abuelo cómo y cuándo escondía el dinero en los años pasados de la penuria domestica. Todos se temieron una confiscación parcial de los capitalitos confiados a las entidades bancarias. El tipo, un desconocido para la inmensa mayoría de los ciudadanos continentales, un ser emergente de las oscuras aguas de la Comunidad Europea, nos amenazó a todos con aplicarnos el mismo aceite purgante que sus colegas administran ya a los chipriotas. Después de desatar los elementos y despertar con tal estruendo a todos los fantasmas, el comisionado improvisó excusas torpes y se retiró a su despacho. ¿Quién pagará ahora la factura del estropicio?

En España llueve sobre mojado. Cientos de miles de españoles han perdido todo lo que apostaron en el infame negocio de las nuevas Cajas. Otros tantos van a contemplar de inmediato como se les quita parte de sus depósitos en preferentes. Todo esto puede parecerle muy poco al exterminador comunitario, pero aquí ya hemos pagado los platos rotos de la ineficacia gestora de muchos sinvergüenzas.

Mi padre contaba que cuando murió su tío Luís vaciaron el piso donde vivía. Al levantar el colchón del difunto para apoyarlo en la pared, tan usado estaba que se descosió por sus costuras. Entre la borra de relleno aparecieron fajos de billetes cuidadosamente atados con un fino cordel de hilo. Un parte del botín no tenía valor alguno: procedía de las emisiones del Gobierno republicano. También había efectos de curso legal, una pequeña fortuna amontonada con singular tacañería. La suerte evitó que terminara en una almoneda o en cualquier desmonte de los muchos que había en Madrid. Las gentes no se fiaban de los bancos y ocultaban lo que tenían en los escondrijos más impensables. Sólo pretendían asegurarse una vejez tranquila, financiar las bodas de los hijos o juntar unas pesetillas por lo que pudiera pasar. Aquella costumbre popular puede renacer ahora si el temor se adueña de todos nosotros. Un buen amigo, director de una sucursal bancaria, me asegura que muchos de sus clientes están cancelando las imposiciones. Sospecha que guardan los euros en casa. Eso explicaría, según él,  la ola de robos en muchos pueblecitos españoles.

Así las cosas, solo nos faltaba un agorero con mando en plaza, un confiscador al servicio de la política liberal e insolidaria de sus jefes. En Europa faltan políticos y sobran los tontos de capirote.