Tiran la piedra y esconden la mano. Fernando González
El Partido Popular debería presentarse a las próximas elecciones coaligado con las empresas privadas a las que después responsabilizará de los servicios esenciales. Así sabríamos realmente la identidad de los gestores de nuestra sanidad, de la educación de nuestros hijos y nietos, de los auxilios sociales que precisamos y de la higiene y limpieza de nuestras calles. De qué sirve votar a los populares si a continuación son otros los que administran todo aquello que pusimos en sus manos, me pregunto yo. Han convertido el voto en una especie de poder notarial que les permite confiar a terceros el trabajo que los elegidos deberían hacer. Es probable, según afirman los que de esta manera actúan, que a ciertos ciudadanos les importe muy poco quién gestiona lo suyo con tal de tener lo que reclaman, pero conozco a muchísimos más que no aprueban esta dejadez institucional.
Resulta paradójico, acumulados ya tantos mandatos gubernamentales y tantísima experiencia ejecutiva, que nuestras autoridades no sean capaces de cuadrar los presupuestos sin ayuda fundamental del sector privado. Es así como gran parte del gasto público termina en los balances de las compañías aliadas con la Administración. Imagínense a un sujeto que confiesa al jefe que es incapaz de realizar el trabajo encomendado y que debe buscarse a otro más eficaz y rentable que él, pues esa es la impresión que provocan nuestros regidores en buena parte del personal. Me parece incomprensible que no haya entre los mandatarios del PP, los centenares de asesores que ellos contratan y los miles de funcionarios cualificados que ocupan plaza, expertos suficientes para dirigir con eficacia y buen tino la ejecución de los recursos disponibles.
Me pregunto también qué es lo que buscan en la función pública ciertos personajes que no entienden las razones de su existencia. Para qué se embarcan en el servicio a la ciudadanía si piensan que el Estado es un ente insaciable, que devora ingentes cantidades de dinero confiscado a los pobres contribuyentes, ineficaz y despilfarrador, que vulnera las leyes del mercado y condiciona la competitividad necesaria en una sociedad moderna y avanzada. Qué pintan en los despachos oficiales los apóstoles del liberalismo radical, los defensores del individualismo insolidario, los que no entienden que están ahí para garantizar la redistribución de la riqueza común entre los menos favorecidos y todos aquellos que les suena a música celestial la cohesión social del colectivo al que dicen representar. Aquellos que relacionan la viabilidad de lo público con la rentabilidad de un negocio, deberían hacer carrera en cualquier organigrama empresarial.
El colmo de tanta involución es colocarse de perfil y culpar al concesionario de las deficiencias en el servicio concedido. El truco consiste en subcontratar servicios por un precio inferior al que se pagaba antes y luego esperar a que la iniciativa privada continúe prestándolos adecuadamente y obtenga además el beneficio esperado. Un milagro que solo se explicaría, según ellos, por la competencia de los financieros externos comparada con la presunta ineptitud secular de los propios. Cuando las cosas no salen como se pensaba y las prestaciones externalizadas se deterioran o miles de trabajadores y profesionales de las contratas terminan en la calle, coyuntura tristemente repetida en los últimos años, siempre responden lo mismo: “Nosotros no tenemos la culpa”. Tiran la piedra y esconden la mano.