Tira el arma y comienza la obra

Si la absolutización de la indiferencia y la banalidad, como aduce Adorno, conduce a la más extrema alienación en este inicio del siglo XXI, propia de un delirio de conformidad uniformada, ¿qué nos queda entonces?

Y ¿si además, tal como asegura G. Lipovestsky, lo que nos gobierna es el vacío, pero un vacío sin tragedia ni apocalipsis desgajado de toda voluntad nihilista? Pues nada, ante ello, no nos queda otra opción que acomodarnos al goce de la peste, al crecimiento inverso, a la deshumanización narcisista y al bienestar totalitario. Eso sí, con mascarilla incorporada.

Con lo que, por lo tanto, desaparecerá de nuestra mente e intelecto la oportunidad de derramar el rastro de nuestra identidad y saborear el hecho radical en el que estamos inmersos, en unas circunstancias completamente alucinatorias y maravillosas y cuyo contacto con las mismas algunos llaman arte.

Tendremos quizás que volver a recurrir a que se haga real la denominación egipcia del escultor como “aquel que mantiene vivo” o arrancar desde el caos como hacía Paul Klee al emprender una nueva obra. El proceso de vida en continuo cambio que es el arte corre el peligro de hacerse más efímero e inconcluso. Pues no olvidemos que miramos, pero no siempre vemos, y al hilo de lo que escribía Valle-Inclán de que “son de la tierra los ojos, y son menguadas las certezas”.

No obstante, a pesar de todo, es necesario que el artista, partiendo de su propia iconografía, siga haciéndose a sí mismo en cada obra, así como nacer y renacer en ella, porque el arte es su modo de ser y existir, al mismo tiempo que un medio para sondear los enigmas de la realidad y no querer morirse sintiendo cada día el vacío en el que el ser tiene hundidas sus raíces.

Hoy, más que nunca, la cabal comprensión  de un creador parece requerir una adhesión íntegra a su mundo, más intransferible cuanto más personal.

Gregorio Vigil-Escalera

De las Asociaciones Internacional y Española de Críticos de Arte (AICA/AECA)