TIEMPO PARA CASANDRAS

Casandra, la hija de Príamo, el rey de Troya, anunció la invasión de los griegos y la destrucción de la ciudad, pero nadie le hizo caso. Desde su referencia mitológica se ha convertido en el heraldo de las desgracias que todos quieren ignorar, aunque se cumplan de manera inevitable. Y este tiempo inaugurado con la crisis de 2008 es propicio para escuchar las voces de numerosas Casandras que nos anuncian catástrofes inminentes y de desagradables consecuencias.

No han sido pocas las voces que han señalado el problema de los refugiados como una prueba decisiva para la supervivencia de la Unión Europea, mucho más importante y peligrosa que la crisis del euro o la de la banca y el paro. La UE, espacio de asilo y solidaridad, según su acerbo jurídico, ha considerado a los inmigrantes que se hacinan en los campamentos de Grecia, Italia o Macedonia como un enemigo que amenaza su estabilidad, y ha optado por un pragmatismo cargado de abyección: por 6000 millones de euros las autoridades comunitarias han decidido que Turquía se convierta en un inmenso campo de recepción de los miles de seres que huyen de la guerra y la miseria, por los conflictos de Siria, Irak o Afganistán. Las condiciones de vida en los campamentos hacen pertinentes las palabras de Ramón J. Sender: «Después de ver a estos hombres, da vergüenza comer» (R.J.S.: Viaje a la aldea del crimen).

Según la ONU, es ilegal la deportación masiva de personas, pero los responsables de la UE han olvidado el compromiso del pasado año de acoger a miles de refugiados y han decidido cerrar sus fronteras a cal y canto, incumpliendo las propias leyes comunitarias. Más de un gobierno ha pasado del entusiasmo solidario, tras el impacto mediático de los naufragios en el Mediterráneo, a plegarse ante los movimientos xenófobos que de la protesta han pasado a la agresión. En Alemania, el país que acoge al mayor número de inmigrantes, han vuelto a reaparecer los demonios familiares del nazismo, como la quema de varios centros de refugiados.

Y es que la crisis desatada en 2008 no ha sido superada. La política empleada para combatir la catástrofe financiera ―la austeridad, sin contemplaciones― no ha servido ni para solucionar los problemas de su principal beneficiario: la banca, en estado de crisis permanente a pesar de los esfuerzos del BCE. El nulo o negativo crecimiento de la economía han provocado el holocausto social del paro, que en algunos países como España tiene dimensiones de tragedia. La debacle económica ha vuelto a hacer que brote de nuevo el virus de la deriva identitaria, del nacionalismo extremo y excluyente que propone la salvación individual. El gobierno de Gran Bretaña ha visto su oportunidad y ha chantajeado a una Comisión Europea liderada por políticos que creen muy poco o nada en la UE (Polonia, Hungría, Eslovaquia, entre otros): todas las ventajas de la pertenencia y ninguna de las obligaciones, especialmente sociales. Es un paso más en el objetivo británico de hacer de la UE una zona de libre comercio y no una federación de estados con una política común.

Nicolás Sarkozy, presidente de Francia en 2008, propuso «la refundación del capitalismo» sustentado en bases éticas como el esfuerzo, el trabajo y la responsabilidad, reconociendo que la autorregulación de los mercados y el capitalismo especulativo eran los principales responsables de una crisis agravada por la amenaza del terrorismo globalizado, el riesgo ecológico y el dumping comercial. La «refundación» propuesta quedó en parches, con mejores efectos en Estados Unidos que en Europa: al enfermo se le bajó la fiebre pero no ha recuperado su peso habitual.

Lo que parece evidente es que ciertas Casandras tienen razón y Europa vuelve a las andadas: durante la crisis de los años treinta, que desembocó en la II Guerra Mundial, Robert Musil alertaba sobre el «individuo disminuido», dominado por el individualismo ciego de la sociedad de mercado y disuelta su particularidad humana en la masa narcisista del fascismo, hipnotizada por un dirigente demagogo. En esta incierta hora, Europa vive la reaparición de la exaltación nacionalista en países que son su base fundamental ―Francia y Alemania―, con un preocupante crecimiento de formaciones de extrema derecha que propugnan la desintegración de la UE, ante la pérdida de identidad y la amenaza del terrorismo islamista y la entrada masiva de emigrantes, que compiten por el escaso trabajo disponible. En España (como rasgo de originalidad) la corriente desintegradora está encabezada por un populismo que predica convertir el Estado en una serie de repúblicas de taifas, a pesar de que no hay nada más reaccionario que proponer algo que se sabe tan inviable como contraproducente.

A pesar de las numerosas Casandras que vaticinan la disolución de Europa, hay que conservar la esperanza en recuperar el objetivo europeo del Estado de Bienestar, aunque no será nada fácil, pues a la actual ausencia de dirigentes capaces, que crean y se impliquen en la tarea de hacer de Europa un auténtico espacio común, hay que añadir la repercusiones que, como ondas expansivas, pueden tener las crisis de zonas como China o diversos países emergentes. Al final, la propuesta de Sarkozy va a resultar tan ingenua como necesaria.