SUÁREZ: LA TRAGEDIA COMO ESPECTÁCULO
Según un aforismo de dudosa autoría, en la antigua Atenas se daba por hecho que «a quien los dioses quieren destruir primero lo vuelven loco». En el caso de Adolfo Suárez, el ensañamiento ha ido más lejos: antes de subir a la barca de Caronte, para el último viaje, ha sido desprovisto del necesario óvolo para el trayecto, el apoyo y consuelo de su particular Dios, al quedar su mente reducida no a la locura, si no al duro silencio de la nada. El que fuera presidente del gobierno de España es un claro ejemplo de que la «la divinidad fulmina con sus rayos a los seres que sobresalen demasiado; sin permitir que se jacten de su condición; en cambio, los pequeños no despiertan sus iras» (Hesiodo). La hybris de los dioses la desató Suárez al tratar de transformar una sociedad adormecida por cuarenta años de dictadura en una ciudadanía libre y responsable, dotada de un régimen democrático, basado en una Constitución que, por primera vez, tenía un apoyo mayoritario.
La trayectoria de Adolfo Suárez, impulsada por una decidida voluntad de poder, ha estado punteada por la tragedia. Después de varios años de minuciosa preparación del terreno, con acercamiento a falangistas influyentes y miembros del Opus Dei, ya gobernador civil de Segovia, se produce el desastre de «Los Ángeles de San Rafael»(15 de junio de 1969), con el hundimiento del restaurante ubicado en el complejo turístico mal construido por Jesús Gil. 58 muertos están a punto de cercenar la carrera de un joven ambicioso, pero su reacción ―es de los primeros en ponerse con sus manos a buscar víctimas entre los escombros― le sirve para obtener la felicitación de sus superiores, impresionados por la imagen de decisión y firmeza. El ascenso es lento pero seguro, hasta llegar a los aledaños más influyentes de poder del Estado, y convertirse en la mano derecha de Fernando Herrero Tejedor, ministro del Movimiento ―extraña mezcla de Falange y Opus Dei―, llamado a desempeñar un importante papel tras la desaparición del dictador. Sin embargo, de nuevo la tragedia amenaza el destino del personaje: Herrero Tejedor muere en un accidente de tráfico(12 de junio de 1975) y Suárez, que espera sucederle, es desplazado por José Solís, ingrediente inevitable de todos los guisos franquistas.
El desastre de la gestión de Arias Navarro y la necesidad de contar con un político que asumiera, con coraje y astucia, el reto de la transformación de la sociedad española y los riesgos consiguientes, permitieron a Adolfo Suárez alcanzar su particular «18 de Brumario»: el rechazo y recelo a su nombramiento como presidente del Gobierno quedó resumido en el deshago del tramposo historiador Ricardo de la Cierva, con su «¡Que error, que inmenso error!». Pero la Historia, que llamaba a la puerta con golpes impacientes, demostraría que Suárez era el político adecuado; el hombre del momento, como así lo entendió Torcuato Fernández Miranda, el «Maquiavelo» que aconsejaba al Rey: Suárez logra que las Cortes franquistas se hagan el harakiri, con la Ley de Reforma Política, brindando el espectáculo entre dramático y grotesco de una mayoría de políticos que votaban a favor de unas reformas en las que no creían, pero lo hacían seducidos por las razones de un novedoso «encantador de serpientes».
Los Pactos de la Moncloa (1977) y la aprobación de la Constitución (1978), marcan la cota más alta en la trayectoria de Adolfo Suárez: dos momentos decisivos en la historia de un país que requieren, para llevarlos a buen puerto, de personajes que estén a la altura de las graves y difíciles exigencias del momento, lastradas, además, con la terrible carga del terrorismo etarra, más violento contra la democracia que contra la dictadura. Fue, en definitiva, la demostración de la habilidad de un político que se comportó muy por encima de los juicios negativos, hasta la náusea, de sus enemigos. Su dimisión, como agotamiento de un proyecto en el que ya no creían ni sus propios compañeros de partido ―convertidos en sus adversarios más contumaces―, culminó con el espectáculo de la tragedia del 23-F, con la imagen de los liberticidas dando la vuelta al mundo. Su insistencia en recuperar el terreno perdido, con la creación de un nuevo partido, fue un error que la realidad le hizo comprender de inmediato.
Hay otra imagen de la tragedia protagonizada por Suárez: la fotografía que nos muestra al Rey y al expresidente, de espaldas, paseando, desconectado de la realidad y de la historia por los efectos arrasadores del Alzheimer. Y es el momento ―lamentable ironía― de que hasta sus más encarnizados enemigos empiecen a ensalzar las luces de sus aciertos y se olviden de las sombras de sus errores. Para cerrar el espectáculo del drama, el hijo de Suárez se ha presentado, cual heraldo de una obra de Eurípides, para anticipar, en una acción harto dudosa, el desenlace final. Con independencia de exaltaciones y honores, la consumación y acabamiento de Adolfo Suárez como ser histórico se concreta en la certidumbre del hombre que ha llevado a cabo todo lo esencial que tenía que realizar, algo dado al alcance de muy pocos individuos.