SIN PERDÓN
Primero Esperanza Aguirre, la líder castiza del PP en Madrid, y (tal vez para no perder el paso) el presidente del Gobierno, después, han pedido perdón ante la avalancha de casos de corrupción que están haciendo que la atmósfera política española (y catalana) se vuelva tóxica, irrespirable. Pero todo apunta a que la sociedad no está dispuesta a conceder el perdón cuando los pecadores y sus padrinos se limitan a lamentar los pecados, pero no asumir ni la más mínima penitencia.
El número de casos de corrupción y de políticos inmersos en ellos lleva camino de convertirse en «innumerables», como los célebres mártires de Zaragoza ―en realidad fueron Santa Engracia y 18 de sus seguidores muertos a manos de los romanos―, sobre todo si tenemos en cuenta que la pústula en la que ha devenido la actividad política no deja de supurar de forma cada vez más abundante y desagradable. La reacción de la mayor parte de la ciudadanía es de rechazo, de considerar a la clase política―la «casta», Podemos dixit― como una tropa de sinvergüenzas, apestados, ladrones, chorizos y otros epítetos poco honorables. Sin embargo, los integrantes de la clase política no forman parte de una horda que, como en tiempos de los hunos, arrasa todo a su paso, con la rapiña por bandera. Son ciudadanos que, en sus inicios, parecían tan normales como el común de sus vecinos, compañeros o familiares. Es más, en no pocos casos, han sido ratificados en su confianza en diversas citas electorales, a sabiendas de que debajo de las alfombras de los despachos que algunos ocupaban había mucha basura oculta. Día tras día se comprueba que el poder corrompe; y el absoluto lo hace de forma desproporcionada.
No hay perdón para los defraudadores; y no será efectivo hasta que la propia sociedad no supere la afasia ética en la que se halla inmersa y se perdone a sí misma. Las hierbas, malas o buenas, no crecen si no encuentran el suelo y alimento propicio para su desarrollo. Y la sociedad española (y la catalana) ha sido el terreno abonado para la supervivencia de un jardín de plantas carnívoras que han devorado la rex pública con un apetito insaciable desde los primeros pasos de la configuración del Estado: fracasó la revolución comunera encabezada por la incipiente burguesía castellana; fue derrotada por el absolutismo la clase dirigente que alumbró la Constitución de 1812 y volvió a perder con el fulgor y muerte de la Segunda República. Este es el momento que la Constitución de 1978 es considerada por muchos como agotada, cuando lo más probable es que ni tan siquiera se la han leído. El corolario de esta serie de frustraciones ha sido que la necesaria clase dirigente, en su mayoría, no pasó del pícaro, el estraperlistas, el negociante o el chorizo.
El marco general―una Unión Europea que coquetea con una nueva recesión económica de dramáticas consecuencias― no es nada propicio; tampoco lo es el de referencia más cercana: la renta familiar ha retrocedido diez años, el quebranto del erario público por la corrupción es desorbitado, solo una tercera parte de la población vive sin problemas económicos (Cáritas), conseguir un trabajo digno es casi una utopía, el desafío soberanista de los independentistas catalanes se presenta como un problema tan amenazante como difícil de resolver. Es el escenario propicio para el desaliento, la búsqueda no siempre acertada de culpables, el despego ante la actividad pública y la huida hacia un populismo narcisista que se presenta como revulsivo necesario ante la degradación de ideales y promesas de una clase dirigente que no ha sabido o no ha querido defender, al ser emplazada por las exigencias de una crisis cuya resolución (ineficaz) se ha llevado a expensas de los más desfavorecidos. El desmantelamiento del estado de Bienestar ha dejado al descubierto que la integración de la mayoría de los ciudadanos en las beneficios de la sociedad de consumo era un interregno que ha tocado a su fin. Las desigualdades sociales han agigantado su brecha con desafíos que exigen nuevas respuestas. Emplazados ante una situación crítica, conviene acertar con las soluciones pues como advierte Albert Camus «No se puede destruir todo sin destruirse uno mismo»
(A.C.: Sobre Calígula. Liberté, nº3, febrero 1958)