Si no la quieren me la llevo

¿Por qué ese empeño en escamotear la obra de arte por parte de los vanguardistas rusos? ¿Por qué se produjo ese propósito de despojarla de su individualidad, incluso de su existencia? ¿A causa del supuesto carácter canonizado que se le había atribuido y del que ella no tenía absoluta culpa? ¿Por ser contrarrevolucionaria?

La constructivista Varvara Stepanova (1894-1958) llegó a decir que “la índole sagrada de una obra de arte como objeto único ha de destruirse”.

Cierto que estamos hablando de un contexto histórico muy concreto, en el que se preconizaba un ruptura total, lo que no obsta para que quede de manifiesto que la acentualización y radicalización ideológica de cualquier orden estrecha y encorseta los márgenes de percepción del arte.

Para determinados movimientos la obra de arte tenía el sello de lo individual, de lo particular y personal cuando lo que debía imponerse era lo colectivo, tanto en lo cultural como en lo social. En el caso de los dadaístas, de distintas proposiciones y argumentos a los anteriores, totalmente anarcoides, lo que había que acabar era con el maldito aura, halo nefasto e irrespirable, pasto destinado para gallinas infelices.

¿El presupuesto básico, entonces, era que el elemento comunicativo exigía una masificación de la autoría para que fuese efectiva esa realidad esencial de la que es depositaria el arte? ¿Habría que anular, por lo tanto, la base teórica de que la creación es individual, de que la obra queda impregnada de la personalidad de su autor, aunque su significación sea universal?

El Lissitzky –que acabó abandonando la actividad artística para dedicarse a la elaboración de propaganda política-, junto con Walter Benjamin y casi toda la vanguardia rusa, arremetieron contra lo que consideraron una formulación tradicional burguesa, tesis contra la cual  se posicionaron los expresionistas, Kandinsky y los suprematistas –y muchos más-, mandándolos a la mierda.  Las mismas mitificadas masas de aquel tiempo revolucionario tampoco llegaron a entender el ideal utópico subyacente en esta nueva creencia estética, al fin y al cabo no se compadecía con unas necesidades más perentorias que afrontar, y, en todo caso, sería comenzando por lo más preliminar: aprender a visibilizar y aprehender el arte por sí mismo.

Al final, y ya antes de él, ambos sistemas de producción y reproducción coexisten hasta hoy dentro del mismo campo y práctica artística por haberse convertido en opciones  complementarias y no excluyentes, pese a que mi romanticismo -¿burgués?- aboga por la conservación de la inspiración personal.

Quizás, apuntando ya sin diana y con el arco roto, el problema sea otro, como es el que, a pesar de sus pretensiones universalistas, las obras de arte no sobrepasen más que las necesidades, intereses, ambiciones, deseos, lucros e inclinaciones de unos grupos sociales perfectamente circunscritos. El amén que lo pongan otros.

Gregorio Vigil-Escalera

De las Asociaciones Internacional y Española de Críticos de Arte (AICA/AECA)