¿Sería posible actualmente un arte sin color?

Kandinsky estaba convencido que los colores eran unos seres bulliciosos, solemnes, reflexivos, soñadores, absortos en sí mismos – ¿también simbólicos? -, extraños dispuestos a plegarse en cualquier momento a nuevas mezclas, a combinarse entre sí y crear infinitos mundos inimaginables hasta donde sea factible.

Para llegar esta concepción, el color protagonizó un proceso de enriquecimiento en función de medios, recursos y exigencias funcionales y personales. El sentido dado a la imagen en todos los siglos anteriores era fundamental, ya sea como signo identificatorio, ya sea como significado mágico, ritual, social, religioso o simplemente decorativo. Igualmente, las técnicas y materiales se hacen más complejos conforme transcurre el tiempo y facilitan un mayor abanico de posibilidades de iluminación, pigmentación y estructura.

No obstante, es el arte moderno el que abre un potencial colorista inmenso –pensemos que hasta el siglo XVIII el artista no disponía de más treinta colores-, tanto es así que se convirtió en el alma del trabajo de muchos creadores. Por ello, Kandinsky insistía en verlo como una necesidad interior que ayudaría a derribar todas las reglas y fronteras conocidas.

Matisse no se quedó atrás y consideraba que el color alcanza toda su capacidad expresiva cuando responde a la intensidad de la emoción del artista. Pensaba que se transforma en un armazón formal, esencia y sentido del acto mismo de pintar, con lo que totaliza el espacio además de no aceptar ningún tipo de subordinación. Por lo tanto, tiene una vida soberana y libre, confirmando lo que constituiría, a partir de entonces, un absolutismo cromático para muchas corrientes artísticas del arte contemporáneo.

Gregorio Vigil-Escalera

De las Asociaciones Internacional y Española de Críticos de Arte (AICA/AECA)