SE LLAMA DIABLO AL DIOS DE LOS VENCIDOS
Parece tarea casi imposible resistirse a la inmensa corriente de ocurrencias e ideas (las menos) sobre la situación del PSOE. El hundimiento electoral del pasado año, el reciente de Galicia y Euskadi, y el que se avecina en Cataluña dejan a las claras que la ciudadanía ha identificado al principal causante de sus males y está dispuesta a hacérselo pagar. No hay excusas que valgan y los que por dos veces dieron el triunfo electoral a ZP no solo han vuelto la espalda a su sucesor, sino que lo estigmatizan del mismo pecado, por haber sido cooperador necesario. Completada la descarga de tan justa ira, la realidad nos muestra una situación empeorada por los talibanes del recorte y que podrá ir a peor por los emplazamientos nacionalistas.
Con un panorama tan poco halagüeño por delante, son múltiples las voces que claman por una renovación del PSOE, por cambios en la dirección, por actualizar el discurso político, por la refundación o se corre el peligro de que desaparezca un referente fundamental para el juego democrático de nuestra sociedad. Y estas peticiones se realizan lo mismo desde dentro del propio partido que desde fuera, con intenciones más o menos confesables.
El PSOE fue fundado el 2 de mayo de 1879 en una reunión celebrada en la madrileña «Casa Labra», presidida por Pablo Iglesias, que congregó a un destacado grupo de tipógrafos e intelectuales. Nunca tuvo una vida interna fácil ni sosegada y, casi a las primeras de cambio, cuando tomaba cuerpo y presencia, sufrió la escisión de las Juventudes Socialistas que se pasaron a la III Internacional para crear el PCE. Asumió un comportamiento irregular durante la revolución de 1934 y enfrentamientos internos durante la Guerra Civil, terminando el sector moderado, encabezado por Julián Besteiro, sumándose al golpe del coronel Casado contra el gobierno Negrín. La división siguió en el exilio, hasta que en 1974, durante el Congreso de Suresnes, asumió el control Felipe González, como nuevo líder de cara al futuro sin el dictador Franco. Felipe González decide que el marxismo es una doctrina política obsoleta y un pesado fardo que impide llegar al poder. Su propuesta de cambio es derrotada en el XXVIII Congreso (mayo de 1979), pero tras dimitir de su puesto de dirección, vuelve en olor de multitudes en septiembre, empezando a preparar al PSOE para las tareas de gobierno que la descomposición del centro-derecha de UCD habrían de facilitar, con algún sobresalto que otro.
Arrojado por la borda el marxismo, los fundamentos de la socialdemocracia, el capitalismo renano que configuraba la esencia del «estado de bienestar», están ardiendo en el crematorio que han montado los apóstoles del ajuste presupuestario. Y uno de los fogoneros más destacados, con independencia de algún que otro logro social, fue ZP, que no supo resistirse al Diktat que en 2010 le ordenaron desde Bruselas y Berlín, para iniciar la poda y saneamiento de la economía española y, de forma especial, la salvación del sector bancario. Así las cosas, y con el pecado de ser el responsable de la crisis en que se hunde la sociedad, el PSOE es acusado de extremista, de radical, mientras que otra parte del pliego de cargos señala que no mueve un dedo, que está dejando bastante de su espacio político a la izquierda radicalizada (Andalucía, Galicia). A la espera de estudios sociológicos que lo corroboren, cabría señalar que el PSOE decrece al tiempo que lo hace la clase media, una de sus principales bases de apoyo. Es de esperar una pronta reacción de sus dirigentes, para volver a sintonizar con la ciudadanía. Caso contrario, un futuro congreso, no demasiado lejano, podría llevarles al principio: a que todos los militantes cupieran de nuevo en «Casa Labra».