RETABLO DE FANTOCHES

Teófilo Ruiz

Era el nombre de la compañía de teatro popular que, bajo la dirección de Rafael Dieste recorrió numerosos pueblos de España, en tiempos de la II República, representando espectáculos tragicómicos y esperpénticos. No le faltarían a Dieste ideas para sus funciones en este nuevo Siglo de Oro que vivimos, aunque en esta ocasión la literatura ha dejado paso a la corrupción y a la necedad de la clase política.

Parece confirmado: entramos en carnaval y el espectáculo montado en Cataluña se renueva cada día para alimentar la sed de unos seguidores que piden un más difícil todavía. Referéndum no refrendado ni por los especialistas internacionales contratados por los partidarios de la independencia; proclamación interruptus de la República catalana; aplicación del Art. 155 de la Constitución e intervención de la Generalitat; nuevas elecciones, con Ciudadanos (españolista) como el partido más votado, aunque la mecánica dio la mayoría parlamentaria a los independentistas. Y la pirueta inacabada con la elección del nuevo Presidente de la Generalitat.

Carles Puigdemont, sacado a última hora casi del anonimato, para sustituir a un repudiado Artur Mas, cada día se parece más al general De la Rovere, personaje de una novela de Indro Montanelli, llevada al cine por Roberto Rosellini e interpretada por Vittorio De Sica: un truhán de los bajos fondos es utilizado por los alemanes para suplantar a un general italiano y llegar hasta la resistencia clandestina. El falso militar termina creyéndose el papel que le han asignado y prefiere morir ante el pelotón de fusilamiento a reconocer su impostura. Puigdemont, que anunció que estaba de paso, ha asumido el papel de conductor de Cataluña hacia la tierra prometida de la República. Parece ignorar que el destino del héroe es la muerte, pero sí tiene claro que no está dispuesto a pasar por riesgos excesivos y puso tierra por medio. Eso sí, alimentando el espectáculo para la pasión independentista y la demanda de los medios de comunicación, sus mejores agentes publicitarios. Tal vez no signifique nada, pero de momento parece que establecerá su residencia en Waterloo. El camino hasta la isla de Santa Elena es una incógnita.

La propuesta de una presidencia «simbólica» y otra «efectiva» se enmarca en la línea de los planteamientos imaginativos de unos políticos que quieren recuperar el poder que tantos años han disfrutado, pero por medio de los juegos de una consola o de un móvil, pensando que su astucia serviría para sorprender al contrario ( el Gobierno) y así lograr su propósito sin riesgos de consideración. De aquí el asombro ante la reacción del Estado por un hecho tan grave como un intento de ruptura de forma unilateral. Pero parece que la épica entre los dirigentes independentistas empieza a disminuir y ya se van sumando voces a la del diputado Tardá  que pedía el sacrificio de Puigdemont si ese era el precio que había que pagar para restablecer la situación (recobrar el control de las instituciones en Cataluña. El poder, en definitiva). Como anticipo de ese posible escenario hemos visto el acatamiento a la Constitución realizado por varios implicados en el proceso separatista. No obstante, ofrecen la misma credibilidad que la del ateo que al borde de la muerte pide auxilio sacerdotal (por si acaso hay Dios).

Lo que no se puede negar es el apoyo popular del independentismo. Salvo los más fanáticos, todos están al tanto de las consecuencias inmediatas: salida de la UE y del Euro, huida de empresas, descenso económico, etc. Se ha llegado a la situación en la que la mitad de la población elige sufrir graves pérdidas con tal de que el contrario resulte tan perjudicado o más que él.

Y para buscar una salida a una situación tan compleja, en la que se han forzado los límites de los soportes legales autonómicos y estatales, una clase política de difícil clasificación. En su «Origen y definición de la Necedad» D. Francisco de Quevedo apunta 50 clases de necios, aunque advierte que hay muchas más. En este caso, los concernidos en tan grave asunto, tanto estatales como autonómicos, aumentarían la lista en considerable. Ante este panorama tan solo cabe recordar al conde de Romanones y su «Joder, qué tropa».