REFORMAR LA CONSTITUCIÓN

Parece ser el objetivo que se ha marcado la mayoría de partidos políticos de cara a un futuro más o menos inmediato. Incluso el PP y su presidente, poco dado a cambios, se han mostrado dispuesto a afrontar, con el consenso debido, la reforma de la carta magna en la próxima legislatura, habida cuenta que la actual está prácticamente agotada.

El cómo está contemplado en el Título X (De la reforma constitucional); el para qué  y sus razones ya es otra cuestión y nos conducen por territorios nada fáciles de transitar. Hay algunos puntos que han quedado superados por la entrada en la Unión Europea o el caso concreto de la línea sucesoria en la Jefatura del Estado, pero para algunos «el régimen del 78»  está agotado y roído por la corrupción y debe ser reemplazado por otro con mayor protagonismo de la soberanía popular (Podemos); la oferta del PSOE es una solución federal, ya planteada en 2013, para intentar aplacar al creciente independentismo catalán; la «racionalización» del PP, todavía sin concretar, se supone que blindaría las competencias del Estado y, puede, que planteara la recuperación de algún servicio importante.

La Constitución de 1978 es la de mayor longevidad que ha tenido España, estado donde las constituciones han durado tan poco como su impacto en la sociedad. La ensalzada de 1812 fue avasallada por el absolutismo y la de 1931 saltó por los aires con la guerra civil. Por medio de sus 169 artículos la actual Constitución aborda los derechos fundamentales de los ciudadanos, los principios rectores de la política y la economía y la organización territorial, entre otros asuntos fundamentales. Sin duda, puede ser mejorada, pero salvo en la forma de la Jefatura del Estado (monarquía o república) y en la organización territorial (que se contemple el derecho de secesión) pocos son los puntos que se alejan de los sistemas democráticos de nuestro marco de referencia.

El cambio de una división autonómica a otra federal más parece una cuestión de etiqueta que de contenido. La descentralización del estado de las autonomías está en línea con los sistemas más descentralizados. El problema vasco se intentó amortiguar con el concierto económico, con el reconocimiento de unos derechos históricos harto dudosos, que en modo alguno sirvieron para desmontar el terrorismo independentista desplegado por ETA durante tantos años. Lo que queda en un sistema fiscal propio, que juega con ventaja, y que en la práctica es una independencia de facto. El contencioso catalán viene de lejos y su solución cada vez se presenta más difícil. El federalismo del PSOE trata de dar a Cataluña un tratamiento diferenciado en función de su singularidad. Pero si lo «diferenciado» se refiere a un tratamiento económico y fiscal diferente, empezarán los agravios: territorios «singulares» e «históricos» hay en España suficientes como para satisfacer el aldeanismo más pertinaz.

La «racionalización» a la que ahora se muestra dispuesto el PP tendrá que concretarse, pero bien podría ocurrir que se sintetizara en una mal disimulada recuperación de competencias por parte del Estado. Y aunque esta tendencia encuentre no pocos partidarios, será muy difícil revertir una situación en la que las autonomías han alcanzado unas cuotas de poder que no parece que estén dispuestas a dejarse arrebatar.

Tal vez la reforma constitucional sea inevitable, aunque no se garantice el acierto. Alcanzar el acuerdo necesario que se exige para un cambio importante no va a ser nada fácil. El Estado, la Administración Central, ha cedido competencias a las Autonomías y a la Unión Europea y lleva camino de pasar a ser una entidad de muy escaso peso y a diluirse dentro de un conglomerado supranacional como es la UE. La reforma de la Constitución (si se llega a realizar) debería centrarse más en hacer efectivos los derechos y deberes que en ella se reconozcan y, sin olvidar las «singularidades» territoriales y culturales, incidir en el «patriotismo constitucional» (Jürgen Habermas), impulsor de formas de vida diversas, con iguales derechos y con la extensión de la democracia como principal punto de referencia.