Recuerdos de grana y oro
Por San Isidro se rinde culto en Madrid a la fiesta de los toros. Por culpa de mi abuelo materno, mozalbete aún, me acerqué yo a ese planeta fulgurante. Entrabamos en Vista Alegre por una de las puertas metálicas que se abrían en la tapia trasera de la madrileña Plaza. Por allí se accedía al arenal arbolado que servía de campamento a los artífices de los festejos taurinos. En aquel lugar, a buen paso, se movía un enjambre de personajes pintorescos, tan castizos como burlones, enrolados todos ellos para oficiar la ceremonia ancestral de una corrida de bravos. Voceaban sin parar y levantaban del suelo una nube de polvo ocre.
Anclados a la sombra, mi abuelo de palique y el nieto pegado a sus pantalones, contemplábamos el bullicio asombroso que se representaba delante de nosotros. De vez en cuando, un chirrido agudo acompañaba la apertura del portalón central. En el umbral aparecían consecutivamente los tiros de mulillas traídos hasta allí por las calles del distrito Carabanchel, los rocines portentosos que después cabalgarían los picadores y varios automóviles imponentes, altos y negros, que transportaban en su interior a toreros, subalternos y varilargueros.
Descubiertas las entrañas de sus inmensos maleteros, los mozos de las cuadrillas descargaban los esportones de capotes y muletas, los fundones de estoques y espadas, los hatillos de banderillas, las cajas de arpones, las botellitas de agua milagrosa y las capillitas repletas de estampas protectoras. Sentados abuelo y nieto en el tendido de sombra, a medio camino entre el Palco de la Presidencia y el burladero salvador, atronados por los pasodobles que atacaba la orquesta municipal, saludábamos el paseíllo de los artistas por el albero.
Despejado el redondel, un toque de clarín silenciaba al respetable. Se abría entonces el portón de los sustos y de la oscuridad salía una bestia bella y formidable. Mi abuelo caracterizaba de inmediato al cornúpeta con palabras que yo no entendía: zaíno, bragado, veleta, astifino y muchas más. Con el tiempo aprendería el significado de adjetivos tan singulares. El drama había comenzado. Parecía imposible que un hombre indefenso, armado con un trapo rojo y un palitroque de madera, terminara por dominar a una fiera tan impresionante, pero en ello le iba la vida al diestro.
Cuando coincidían la casta, la nobleza y la bravura del toro con la valentía y el arte del matador, aquello se convertía en un ritual mágico. Concluido el espectáculo, abuelo y nieto descendíamos al matadero del coso. Los morlacos muertos, decapitados y abiertos en canal, colgaban del techo. Parecían murciélagos gigantes flotando en el aire con sus alas desplegadas. La sangre cárdena de los toros corría bajo nuestros pies por los canalillos del terrazo. Un tufo dulzón y penetrante lo impregnaba todo. El matarife de la plaza, amigo de mi abuelo, tenía por costumbre regalarle envueltos en papel de periódico un par de rabos de las reses sacrificadas. Vueltos a su casa mi abuela convertía el obsequio en un suculento guiso.
Mi abuelo era un hombre de su época, hecho a sí mismo, químico y perfumista, que se mantuvo fiel a la República. Esa fidelidad le costó años de cárcel y la confiscación de todos sus negocios. Lector empedernido, protegía sus libros prohibidos en un escondite seguro. Tenía dos aficiones: los toros y las quinielas. Coleccionaba los suplementos de Blanco y Negro y las revistas sepia de tauromaquia. Me explicaba que, gracias a la liria, se conservaba en España la raza del toro bravo. Aportaba otro dato: la crianza de ese animal salvaje había salvado enormes superficies de dehesas y de bosque mediterráneo.
Por estas fechas, cuando se festeja la Feria de San Isidro, la más importante del mundo, rememoro aquellos días de mi infancia adolescente: recuerdos de oro y grana.