RATO EN LA ORILLA Por Teófilo Ruiz
No responde a ninguno de los personajes que Rafael Chirbes, recientemente fallecido, nos presenta en su magistral novela «En la orilla». Pero Rodrigo Rato, por derecho propio y ganado a pulso, merece lugar preferente en el trágico esperpento que representa la corrupción en España, especialmente la del ladrillo.
Al grito de «¡todo el suelo es urbanizable!» la sociedad española se lanzó a una frenética carrera en la que a cada paso los premios eran mayores y menores los esfuerzos para conseguirlos. La construcción de viviendas alcanzó niveles que superaban a Francia y Alemania juntas, ante el alborozo de un gobierno que había encontrado en su vicepresidente económico el «mago» que hacía crecer el sistema productivo español muy por encima del resto de socios europeos y con unas cifras de empleo dignas de alabanza y admiración. Comunidades autónomas, cajas de ahorros y ayuntamientos se dejaron atrapar por los prometedores ingresos de los planes urbanísticos, las grandes obras económicamente ruinosas pero políticamente rentables y los créditos sin control para negocios tan desastrosos como impresentables. También la ciudadanía ayudó lo suyo, contrayendo hipotecas de dimensiones que sobrepasaban las necesidades, de largo vencimiento y difícil pago. Con o sin estallido de la burbuja inmobiliaria en Estados Unidos, el derrumbe aquí era inevitable. El «círculo virtuoso» de la economía, impulsado por Rodrigo Rato y seguido por los gobiernos del PSOE, perdió su magia y mutó en tragedia: de ser el país que más crecía y más empleo creaba, se pasó en menos tiempo del preciso para asimilarlo a ser una economía en bancarrota y con un paro de cifras insoportables.
Rato, que aspiraba a suceder a Aznar en la Moncloa, resultó burlado por el actual Presidente, pero obtuvo consuelo con el cargo de director del Fondo Monetario Internacional (FMI), canonjía nada despreciable y muy bien remunerada, con tratamiento de jefe de estado, pero de estabilidad precaria. Por razones poco convincentes nuestro protagonista regresó a casa. No se conformó con la suculenta pensión que le quedaba, ni con los consejos de administración que le ofrecieron de inmediato. Volvió con ganas de pelea y aceptó el reto de Bankia, una suma de desastres encabezados por Caja Madrid (Blesa) y Bancaja (Olivas), que habían hecho de la chapuza financiera y el crédito a proyectos inviables y amigos su paradigma de trabajo.
La salida a bolsa con datos alterados y la masiva captación de preferentistas ingenuos no fue suficiente para tapar un desastre que tuvo que enmendarse con una inyección de unos 23.000 millones de euros, aportados con los impuestos de todos los ciudadanos. La investigación sobre la actuación del «mago» de la economía española ha sido como extraer hasta el último residuo de un pozo negro: cuentas falseadas, créditos indebidos, tarjetas black para directivos privilegiados. Y para mayor abundancia sospechas razonadas de delito fiscal, blanqueo de dinero y utilización de Bankia para negociar con empresas de su propiedad por unas supuestas labores de asesoramiento. Ante situación tan poco favorable, Rato ha tratado de mover influencias y amistades, como la del ministro del Interior, máximo responsable de la Policía y la Guardia Civil, que le siguen los pasos (los malos pasos). En sede parlamentaria el responsable de Interior señalaba que su encuentro con Rato en sede oficial se debía a las amenazas recibidas por el expresidente de Bankia. Pero en declaraciones periodísticas el interesado afirmaba que había hablado con el ministro de su «situación». Como en todo país democrático que se precie, habrá que esperar al pronunciamiento de la Justicia, respetando por el momento la presunción de inocencia. Pero el cadáver político del que pudo ser presidente del gobierno de España está varado en la orilla del pantano de corrupción que ha contaminado toda la sociedad española durante tantos años y en el que desempeñó un papel nada desdeñable.