RAJOY: UNA PALABRA TUYA

Basta para que el paro desaparezca de la preocupación de los ciudadanos de este país. El jefe del Ejecutivo, con la fe del centurión (Mateo 8.8), lo tiene claro: ni el rescate ni el paro son ya motivos de desasosiego para los españoles. Cierto que en la campaña electoral para ayuntamientos y comunidades autónomas se han dicho y hecho muchos despropósitos ―por todas las fuerzas políticas, sin excepción―, pero afirmar que el paro ya no es un problema supera a la incomprensible bellaquería de algunos dirigentes de IU, que han pedido el voto para los candidatos de otra formación en vez de apoyar a los que se presentan por Madrid.

El paro, lo diga Agamenón (Rajoy) o su porquero (Arriola), es el primer motivo de preocupación, tal como señalan los datos del Centro de Investigaciones Sociológicas (CIS). Y la Encuesta de Población Activa (EPA) arroja cifras desoladoras que nos hablan de un porcentaje de parados tan solo superado por Grecia; de un paro juvenil escandaloso y de un vergonzante número de desempleados y familias sin ningún tipo de ingresos y sin cobertura social.

En 1992, Bill Clinton llegó a la presidencia de Estados Unidos apoyado, entre otras razones, en un slogan que se hizo célebre: «Es la economía, estúpido». Pues bien, 23 años después a los asesores áulicos del PP se les ha ocurrido rescatar el mensaje de que la economía es lo único que importa, sobre todo si las cifras macroeconómicas proyectan una buena imagen. Se persigue que se produzca algo similar a lo ocurrido en Gran Bretaña: las cifras macroeconómicas son buenas y el electorado ha preferido, en contra de lo previsto, lo malo conocido que a la incógnita de un laborismo supuestamente extremista. Y todo ello con el apoyo de una ley electoral que prima de forma extraordinaria al partido más votado y, por contra, castiga con dureza a los que quedan detrás.

Cierto que en España el crecimiento de la Bolsa, los beneficios de las empresas del IBEX-35 o las ganancias espectaculares de la mayoría de los bancos son datos reales,  que señalan el lado del que se decanta el crecimiento. Sin embargo, no rozan, ni de lejos, los bolsillos de la mayoría de los ciudadanos. Lo que en el día a día se aprecia es un empleo que no merece el nombre de tal, por su precariedad y menguante remuneración; una juventud prácticamente sin salida y que se ve obligada a la emigración o a aceptar puestos de trabajo que nada tienen que ver con la preparación que se costeó con aportaciones públicas y los esfuerzos de sus familias; unos servicios públicos deteriorados; o una tesorería de la Seguridad Social que ve peligrar las pensiones en un plazo no demasiado largo, por las incursiones que hace el Gobierno en la «hucha» para tratar de equilibrar sus cuentas, con escaso éxito: el déficit pactado con la UE no termina de cumplirse y la deuda pública sigue desbocada y ya en el nada recomendable límite del 100% del PIB.

«Las palabras que no van seguidas de hechos no valen para nada» aseveraba el griego Demóstenes. Y utilizarlas para negar o atemperar una cruda realidad es una falta de honestidad que tal vez funcione en determinadas circunstancias, pero en los momentos actuales, donde parece que las relaciones laborales se retrotraen al siglo XIX, no es un argumento que sirva para convencer a los afectados. Otra cosa muy distinta es el comportamiento en el momento decisivo de depositar el voto. La correspondencia directa entre situación social y opción política no es algo automático y es lo que explica que gobiernos y gobernantes nada ejemplares hayan obtenido apoyos poco justificables, dadas las corruptelas practicadas o las promesas incumplidas.