Rajoy en la Ratonera. Fernando González
Rajoy parece encerrado en un laberinto, en uno de esos artilugios fabricados para comprobar los instintos y reflejos de los ratones en cautividad. Corre por los pasillos del enredo y no termina por encontrar la salida adecuada, solo se topa con decenas de puertas cerradas por una mano experta. Los encontronazos le obligan a girar sobre los talones y reiniciar el viaje por el misterioso entramado de paredes iguales. Cuando levanta la vista comprueba que no hay un techo encubridor y teme que millones de ojos desconocidos observen el espectáculo. Algunas veces se cree liberado, pero al atravesar lo que pareciera un espacio abierto, se encuentra con su propia imagen, reflejada en un espejo esquinado.
Rajoy no consigue recordar cuándo y cómo entró en un lugar tan absurdo y quién o quiénes le acompañaban en aquel minuto fatídico. Ni siquiera es capaz de rememorar si traspasó el umbral del encierro por su propio pie o alguien le empujó dentro. Cansado y deprimido se acurruca en un rincón, con la espalda apoyada en el tabique, y vuelve a repasar las idas y venidas, a descartar los itinerarios equivocados, a buscar las alternativas que le permitan salir indemne de la galería de pasadizos donde se ha perdido.
Bastante tenía él con ganarse el respeto de los suyos y combatir el talante arrollador de Zapatero. Una tarea de titanes. Siempre le pareció más que suficiente resucitar de entre los muertos electorales, sofocar las maniobras de los que querían desterrarlo a Galicia, soportar las críticas veladas de su mentor Aznar y las trapisondas de sus barones regionales. Demasiadas obligaciones para un hombre solo, demasiados problemas para controlar también la logística y las finanzas del partido. Tendría que haberlo hecho, medita ahora Rajoy, pero el día sólo tiene las horas que tiene y cómo se iba él a distraer con albaranes y apuntes manuales en una libreta de tendero. Rajoy estaba en otras batallas, las que deberían entregarle el Gobierno de España. Rajoy no estaba para ocuparse de minucias de contable anticuado, cuando andaba obsesionado con las ecuaciones y los logaritmos de campaña electoral, repasando matemáticas cuánticas y diferenciales aritméticos, cuadrando formulas magistrales que nos sacaran de la crisis. Un trabajo agotador que consumía todas sus energías y no le requería inquietarse por tontadas de consumo interno.
Rajoy se mortifica con lo que tuvo que hacer y no hizo, pero se consuela de inmediato con argumentos poderosos. Solo tiene que revivir los viejos tiempos, aquellas jornadas interminables dedicadas al estudio de los informes del Fondo Monetario, del Banco Europeo, de la OCDE, del grupo de los veinte y de los cuarenta, las previsiones de Montoro, los pronósticos de sus asesores económicos, cada vez más cenizos, y las llamadas de la dichosa Angela Merkel, dando la lata continuamente. Ni un minuto de sosiego. Ahora pretenden que revisara los gastos corrientes, las facturas del calefactor, los recibos de la luz, las nominas de los empleados, los billetes de avión y los bonos de los hoteles. Me gustaría verlos en mi pellejo, llegando a decenas de localidades, a punto de mitinear a miles de personas, ordenando todavía las ideas, con decenas de desconocidos apretándome las manos. Cómo es posible que pretendan que entonces me parara a preguntar por la empresa que organizaba todo aquello y cómo se sufragaba la escenografía, la iluminación, las guapísimas azafatas y la inmensa gaviota que colgaba del techo.
Podría haberse ocupado de todo ello Cospedal, pero estaba también demasiado atareada. Pobrecita mía, de Toledo a Madrid, de Madrid a Toledo, desmontando el imperio de Bono y el aparato de Aznar, zurrándose con nuestros presidentes autonómicos díscolos y marcándome de cerca a Esperanza. Tampoco le sobraba el tiempo a Javier Arenas, de Sevilla a Madrid, de Madrid a Sevilla, pobrecito mío, empeñado en la reconquista de Andalucía y en darle caña a los funcionarios socialistas implicados en chanchullos impresentables. Todos tan obligados y la casa sin barrer.
Tan ofuscado sigue Rajoy en sus correrías por la ratonera, que no es capaz de localizar el pasillo que conduce al exterior. Basta con que se fije bien en el cartelón que cuelga de uno de los dinteles. Dice lo siguiente: REGENERACION DEL PARTIDO POPULAR.