Quince años sin Fernán Gómez

A mí, de Fernán-Gómez me gustaba casi todo, hasta su poesía, que era bastante mala. Hubiera querido asistir a alguna de sus célebres fiestas de Nochevieja y de cumpleaños, en las que el genio se explayaba en todo su barroquismo de caballero romántico y antiguo y daba rienda libre a su extravagancia sabiamente teatral, pero no solo no me colé en ninguna de esas fiestas, sino que no pude hacerle siquiera una entrevista y eso que lo intenté, con ahínco y énfasis de periodista y de admirador, cuando lo hicieron académico de la RAE, pero no hubo modo de que aquel hombre gastado ya por el tiempo y sus desventuras me diera el gusto. De Fernando se podría decir lo que Manuel Alcántara escribió de González Ruano: no tenía manías de grandeza, sino grandeza de manías, y es que, en lo que hace a maniático, Fernán-Gómez fue un virtuoso.

La muerte del actor pelirrojo supuso una catástrofe en el ecosistema de los cómicos. Antes ya habían hecho mutis Rodero, Rabal, Marsillach o Fernando Rey, y los que han seguido, pero la deserción de Fernán-Gómez del mundo de los vivos nos plantó en el fin de una época, en la devastación de un paisaje sentimental y costumbrista en el que nos reconocíamos todos. No quedaba otra que admitirlo, aunque fuese con melancolía: iba quedando atrás la era de los titanes para dar paso a la de los hombres. Fernando era un creador total, al que nada artístico y literario le era ajeno, un iconoclasta que llevaba de fábrica su carácter de librepensador. Tenía un punto delicado de fina ingenuidad y la agudeza de ingenio que caracteriza a los feos inteligentes. Si no podía conquistar a una mujer por su físico lo hacía con su cabeza, eso lo tuvo siempre claro; por lo demás, su confesado gusto, incluso obsesivo, por las faldas entraba dentro de los límites del más estricto sentido común.

Se mira uno en el espejo de los años vividos y se sorprende de haber sido coetáneo de tipos como Fernando. Los genes del genio, como los del tonto, son caprichosos y cada cual va naciendo donde la suerte o la casualidad/causalidad quieren y así tiene uno la dicha o la desdicha de coincidir en el tiempo y en el espacio patrio con colosos, ogros y enanos. Recuerdo que recién llegado a Madrid, con mi álbum de mitologías intacto y mis 18 años recién estrenados, me fascinaba hablar con personas como Buero Vallejo o Conrado Blanco, que habían conocido a Valle-Inclán o a Antonio Machado. Me parecía maravillosa mentira y quimera que alguien hubiera compartido café con figuras de estatura tan formidable. Y ahora que me doy cuenta me siento afortunado de haber sido vecino en este planeta durante una buena temporada de tipos como Fernán Gómez, Adolfo Marsillach o Francisco Umbral, gente indiscutiblemente de otra glaciación.

Fernán Gómez se ganó merecida fama de cascarrabias, pero de manera más callada y discreta fue, también, eso que llamamos buena gente. Ganó mucho dinero y lo gastó con liberalidad. Ya en los años cincuenta, gracias a un cine de sotana y uniforme, nada de arte y ensayo, había acumulado sus buenos duros, lo que le llevó a crear y pagar de su bolsillo un premio de novela, el Café Gijón, que aún sigue vivo. La primera edición la convocó para ayudar a Eusebio García Luengo, un escritor de la época, tan talentoso como indolente, habitante diario del Gijón, a quien tuvieron que forzar a que escribiese un libro y se presentase al premio, que, naturalmente, ganó en una jugada de arte de birlibirloque, a la que era ajeno el galardonado. Me contaron hace años otra historia de Fernando, que me ha confirmado el impar Luis Alegre, y que abunda en la filantropía natural del personaje, y es que el pelirrojo, que había estrenado en 1941 Los ladrones somos gente honrada, de Jardiel, y tenía al humorista en su santoral, lo ayudó de manera secreta en sus últimos y difíciles tiempos. El caso es que por las cosas de la vida o por su mala cabeza, Jardiel fue dando tumbos, de mal en peor, hasta acabar en la ruina total. Fernán Gómez dejaba de manera periódica en la portería donde vivía Jardiel un sobre para atender las necesidades del escritor, que nunca supo quien era su benefactor.

Fernán Gómez era tan irrenunciablemente holgazán que no paró de trabajar y tan pulcramente educado que perdía los modales ante cualquier zascandil impertinente. En sus deliciosas memorias, tituladas El tiempo amarillo, escribió: “Recuerdo haber leído que no se debe escribir sobre la infancia, porque la infancia de todos los hombres es la misma. Efectivamente, yo nací, como todo el mundo, en Lima”. A la lima y al limón, genio y figura. Qué triste que se nos fuera, hace quince años largos, el mejor de los nuestros.

Original en elobrero.es

Juan Antonio Tirado, malagueño de la cosecha del 61, escribe en los periódicos desde antes de alcanzar la mayoría de edad, pero su vida profesional ha estado ligada especialmente a la radio y la televisión: primero en Radiocadena Española en Valladolid, y luego en Radio Nacional en Madrid. Desde 1998 forma parte de la plantilla de periodistas del programa de TVE “Informe Semanal”. Es autor de los libros “Lo tuyo no tiene nombre”, “Las noticias en el espejo” y “Siete caras de la Transición”. Aparte de la literatura, su afición más confesable es también una pasión: el Atlético de Madrid.