¿Quién heredará nuestras bibliotecas?

En los años sesenta y setenta del XX, antes de convertirse con su nombre de la rosa en una estrella mundial de la narrativa, Umberto Eco era un gurú semiótico. A mí me interesa mucho el Eco ensayista y menos el novelero, pero esa es historia para otro capítulo. Uno de los títulos de sus libros acabó siendo expresión de uso común: su famosa dicotomía entre apocalípticos e integrados, que no es una cuestión que quedase zanjada en aquel momento, sino que continúa interpelándonos medio siglo después. Los móviles, las aplicaciones, las redes sociales y todos los derivados de Internet nos incitan a plantearnos el tema de absoluta actualidad. ¿Está herida de gravedad la cultura libresca? Vaya por delante mi vergonzante condición de apocalíptico, con todo el trasfondo reaccionario que eso conlleva. Es cosa de carácter, cosa de destino. En mi favor diré que estoy convencido de que se me escapan aspectos sustanciales del asunto, que mi inteligencia analítica no da para más y seguro que no es el tema tan serio como se me antoja. O puede que la cultura libresca esté condenada y ello no tenga porqué inquietarnos, pues leer a Aristóteles y a Virgilio, a Montaigne y a Schopenhauer, a Proust y a Musil no nos hace mejores personas, ni más felices, ni más solidarios. Si lo que se dirime sustancialmente es si perdura o desaparece un modo de estar en el mundo que a muchos nos resulta insustituible, si lloramos por nuestro juguete más querido, habrá que ir haciéndose a la idea, amén de que para lo que nos queda en el convento podremos continuar con nuestros juegos, y el futuro que lo escriban otros, los adolescentes de las redes y los que lleguen detrás con sus 5 G y sus invenciones gepáticas. La escritora Marta Sanz, que tiene luces más largas que las mías, apunta que “la juventud, hiperconectada, puede leer a Proust y reconocerse en una forma de humanidad que no podemos perder”. Poder puede, e incluso hasta debe, de lo que no estoy tan seguro es de si quiere. Ahora bien, es falso que sean los niños los que ponen en peligro los saberes clásicos con sus adicciones. En las mismas estamos la mayoría, yo el primero, y la costumbre de los impactos permanentes perjudica claramente la necesaria concentración para ver una película, escuchar un concierto o leer un libro.

Las jeremiadas de cada generación respecto a que los jóvenes han degenerado y pisoteado los valores y las buenas costumbres pasadas es una constante desde los griegos, y seguramente desde los egipcios, los acadios, los babilonios… Lo que según algunos estudiosos sociales tiene de novedoso nuestro tiempo es que, por primera vez en la historia, los niños saben más que sus padres y sus profesores sobre una cuestión que es la más genuina de la época: la tecnología de la comunicación. A partir de ahí se da un vuelco al tablero y, se quiera o no, hay que volver a barajar y jugar con nuevas cartas. Unos adolescentes sabios que se ríen de la ignorancia de sus padres y profesores son un fenómeno pasmoso. ¿Heredarán nuestros hijos nuestras bibliotecas? Tengo serias dudas, pero es lo de menos. La revolución de Internet es tan extraordinaria, y en eso soy integrado, que tenemos al alcance de un clic todos los saberes. Probablemente suceda algo que no imagino y dentro de cien años haya muchos lectores que sigan deleitándose con Cervantes, Flaubert y Marta Sanz. No estaré yo para verlo, pero lo celebro por adelantado.

Original en elobrero.es 

Juan Antonio Tirado, malagueño de la cosecha del 61, escribe en los periódicos desde antes de alcanzar la mayoría de edad, pero su vida profesional ha estado ligada especialmente a la radio y la televisión: primero en Radiocadena Española en Valladolid, y luego en Radio Nacional en Madrid. Desde 1998 forma parte de la plantilla de periodistas del programa de TVE “Informe Semanal”. Es autor de los libros “Lo tuyo no tiene nombre”, “Las noticias en el espejo” y “Siete caras de la Transición”. Aparte de la literatura, su afición más confesable es también una pasión: el Atlético de Madrid.