¡Qué vergüenza! Fernando González

Solos y abandonados como yacen los muertos en el depósito preparado para recibirlos, a nadie consuelan las condolencias que improvisamos en cada duelo; sirven exclusivamente para sedar nuestras conciencias atribuladas. A los que pierden la vida en cada intento, a los amigos y familiares que nunca más sabrán de ellos de nada les vale ya la vergüenza que atormenta al papa Francisco cuando contempla la tragedia de la emigración clandestina, amargura que compartimos con él millones de ciudadanos europeos. Los huidos de la miseria continúan ahogándose en el mar y sus cuerpos reposan en el fondo del Mediterráneo y en las tumbas anónimas escavadas en la tierra firme que nunca alcanzaron.

Situados como estamos en la frontera que separa a los que algo tenemos de los que no tienen nada, los españoles nos vemos obligados a proteger el patio común de Europa y a rescatar de las aguas los cadáveres de nuestros míseros invasores. Lo que antaño fuera puente franco por el que llegaban a Europa culturas y civilizaciones diversas, es ahora un laberinto diabólico por el que deambulan miles de seres humanos tatuados  con la estrella delatora de la extranjería. El sumo guardián de la prosperidad europea, de las riquezas que aún nos quedan, ha armado caballeros de la seguridad fronteriza a los países del sur, convirtiéndolos en naciones alistadas en un combate inmoral, otorgándoles un protagonismo involuntario en uno de los capítulos más oscuros de la historia europea. Y así estamos nosotros, los italianos y los griegos, emigrantes que fuimos y somos, cerrando la puerta a todos los que ahora buscan lo mismo que pretendíamos en tiempos pasados, empeñados en tapar los huecos por donde se cuelan los buscadores de un mundo mejor. Hemos olvidado que son los mismos pasadizos  que empleábamos para escapar de las penurias económicas y  de la incuria política.

Por centenares arriban a las Canarias los argonautas de la miseria, escondidos en las pateras que fletaron en tierra con lo poco que les quedaba, ateridos y desfallecidos, sorprendidos de llegar con vida a la costa deseada. Han sobrevivido a un largo periplo por África que les condujo hasta las orilla del Atlántico, a los ladrones y violadores que acechaban en los caminos, a las mareas desatadas y a la oscuridad de la noche. En la última jornada, vencedores de tantas calamidades, se abrazan alborozados al abrigo caliente de las mantas de la Cruz Roja. Otros parias como ellos merodean por los montes pelados  que rodean las ciudades de Ceuta y Melilla. Refugiados en escondites elementales, medio desnudos, famélicos y enfermos, aguardan el momento oportuno que les permita infiltrarse en el Primer Mundo. Tendrán que sortear a la gendarmería marroquí, trepar por verjas incrustadas de cuchillas o dejarse llevar por el oleaje hasta las playas cercanas. Todavía tendrán             que enfrentarse a la Guardia Civil. Heridos y maltrechos, los invasores serán atendidos y recogidos. Algunos más habrán perecido en el intento y la mayoría de los intrusos volverán al infierno de sus cuevas en tierra de nadie.
España no puede asumir, como algo propio e inevitable, la mortandad de tantos desdichados en sus fronteras. España debe reclamar la presencia inmediata de organismos internacionales en los descampados vecinos donde se amontonan los sin papeles. España, como Italia o Grecia, debería exigir un plan comunitario de acogida para tantos indigentes desesperados y la financiación que precisa un plan tan urgente. Los socios comunitarios, rivereños del problema, receptores de la emigración, estamos obligados a socorrer a los ilegales e impedir que se mueran en la aventura, pero nadie nos puede convertir en policías represores o en vigilantes de los nuevos campos de concentración instalados en la Comunidad. Ya hemos visto cómo se comportan estados como Suiza o Gran Bretaña, dispuestos a expulsar incluso a los ciudadanos extranjeros  nacidos en el Continente, por lo que acompañarles por el mismo sendero racista e insolidario me parece un comportamiento absolutamente equivocado.