¡QUE SIGA EL ESPECTÁCULO!
Y todo indica que no va a decaer. La esperada comparecencia de Jordi Pujol ante el Parlamento catalán ha deparado alguna que otra sorpresa, aunque hasta el menos avisado sabía de antemano que el en otro tiempo político fundamental en el equilibrio de la vida política española no iba a revelar ningún secreto que le comprometiera, más allá de su admitido fraude fiscal. Pero sí ha sorprendido con el silencio como respuesta a todas las preguntas que le han dirigido y con un tono de padre alterado ante hijos impertinentes. Aunque desde hace mucho tiempo estamos instalados en la metafísica de lo efímero(George Steiner), con unos medios de comunicación─ especialmente, la TV que consume a velocidad de vértigo todo tipo de material informativo─, el espectáculo protagonizado por el político que durante 23 años gobernó Cataluña, creando una trama de poder e influencias de la que ahora empiezan a salir a la luz pública datos más que preocupantes, no va a ser fácil de olvidar. Cierto que en aras del impulso soberanista se preparan otras iniciativas que pedirán paso con urgencia: convocatoria solemne de la cita del 9 de noviembre, respuesta del Gobierno del Estado, decisión del Tribunal Constitucional, posible comisión de investigación y réplica con unas elecciones autonómicas «plebiscitarias», con un frente independentista unido para demostrar que el ordenamiento jurídico no puede acallar la voz mayoritaria de un pueblo en busca de su destino en la «tierra prometida» de la independencia.
Mientras, el espectáculo hace su función de divertimento del espectador-ciudadano y, de paso, cumple con el objetivo previsto: ocultar la cruda realidad con imágenes e ideas que actúan de capa que todo lo tapa. El paro, la pérdida de calidad en la Enseñanza y en la Sanidad, la disminución galopante de las prestaciones sociales puestas en práctica con saña por el Gobierno central, y en muchos casos superado por el Ejecutivo de la Generalitat, son asuntos que quedan relegados a un segundo plano. La idea fetiche sigue alimentándose con la convicción de buena parte de la ciudadanía, sustentada por los intereses de una clase dirigente que ha encontrado una nueva coartada para eludir sus responsabilidades y la torpeza manifiesta del trancredismo practicado por MR y su Gobierno, incapaz de otros argumentos que no sea el uso estricto de la Ley, con no ser poco, para mostrar la conveniencia de mantener unas relaciones que si nunca fueron fáciles, pueden ser aceptables y aceptadas por todos.
Pero con ser uno de los espectáculos más atractivos, el problema catalán no ha sido el único que se nos ha servido en las últimas fechas. Hemos podido gozar, como espectadores atónitos, de algo que parecía imposible: la dimisión del ministro de Justicia Alberto Ruiz Gallardón, el político que había amagado más de una vez pero que siempre daba el paso atrás para tomar impulso o para evitar el choque ( nunca estaba claro). Un proyecto de Ley del Aborto que, según sus palabras, no iba a sufrir ni un solo cambio en su tramitación parlamentaria ─para mayor gloria de la Conferencia Episcopal y el Opus Dei─ ha interrumpido de golpe la carrera de un político que ambicionaba llegar a la Moncloa y tal vez por eso ha quedado frenada en seco.
Sin embargo, el «espectáculo» tiene sus exigencias y demanda novedades de forma incesante. Así la captura de un peligroso depredador sexual se ha incorporado como pieza destacada del trajín de los medios, con apabullante avalancha repetitiva en la TV. Los responsables policiales, necesitados tal vez de justificar sus puestos, han montando un despliegue que de forma harto dudosa han servido a los medios de comunicación para enaltecer el propio trabajo. Antes del poner al presunto criminal en manos del juez encargado del caso, se ha producido el anuncio de reparto de medallas por el buen trabajo realizado, aunque se hubiese puesto en riesgo la validez del procedimiento.
El espectáculo sigue. El horror desencadenado por el fundamentalismo islámico con los atentados del 11 de septiembre de 2001, puede tener una segunda versión. Ahora los terroristas suníes del Estado Islámico han tomado el relevo de los talibanes. De los atentados contra las Torres Gemelas de New York o los trenes de Madrid, se ha pasado al asesinato individual, al feroz degollamiento colgado en las redes sociales para infundir un horror sino de nuevo cuño, sí con otras connotaciones, con una violencia más «localizada» y que puede herir más profundamente. Se anuncia la posibilidad de nuevos atentados y, de nuevo, la respuesta que se está organizando ante semejante brutalidad es muy parecida a la que se utilizó en Irak para acabar con Sadan y que tan malos resultados dio, como las actuales circunstancias demuestran. Como consumidores del espectáculo, permanezcamos atentos a la pantalla, no seremos decepcionados.