PSOE: UN LARGO INTERREGNO

Desde que en 1997 Felipe González dimitiera como secretario general del PSOE esta centenaria formación política vive una suerte de interregno, sin un dirigente consolidado que represente y asuma la orientación y práctica del partido. Joaquín Almunia, J.L. Rodríguez Zapatero, Pérez Rubalcaba o Pedro Sánchez ni pudieron ni supieron ocupar el espacio dejado por un líder que nunca terminó de dejar su puesto, como ha podido comprobarse en el chapucero golpe de Estado que acabó con el mandato de Sánchez y que puede derivar en guerra civil interna.

La última pirueta del PSOE (la abstención en la investidura de Mariano Rajoy) puede tener, con matices, semejanza con el abandono del marxismo propuesto por F.G. en 1979: en aquella ocasión despojó al partido de agresividad ideológica, para optar por una socialdemocracia templada, y facilitar el aplastante triunfo electoral de 1982. En esta ocasión, el apoyo en diferido  al candidato conservador (contraviniendo una machacona promesa electoral) puede verse más como un error histórico que como un «sacrificio por España» que en el futuro será apreciado por los electores.

Pero el hecho es que la tozudez de los datos nos muestran que tras el hito histórico del 82, los socialistas fueron perdiendo apoyo de forma suave al principio, hasta ser superados por el Partido Popular de José María Aznar en 1996. El regreso al gobierno con Rodríguez Zapatero fue más debido a errores de los populares (guerra de Irak o gestión del 11-M) que a méritos propios. La errónea gestión de la crisis desatada en 2008 es una losa que pesa sobre el partido socialista y lleva camino de convertirse en una carga mortal: la pérdida de apoyo electoral ha tenido tonos de hemorragia de muy difícil control. Para colmo, el comité federal de la defenestración se convirtió en un sinfín de despropósitos cargados de miseria política que se han traducido en un mayor descenso electoral (según encuestas).

No obstante, la situación a la que se enfrenta el PSOE no es un problema particular y exclusivo; es algo que atañe a toda la socialdemocracia. Impulsora del estado de bienestar, el éxito de sus planteamientos ha contribuido, en parte, a su debilitamiento: la mayoría de las formaciones conservadoras (aunque fuera formalmente) asumieron los postulados de un trabajo digno, una sanidad  o una educación universales o mayor protección social. Para colmo, fue cómplice o consentidora de las tropelías del capitalismo especulativo. Y para mayor abundamiento está inane ante los retos que plantean la globalización y la revolución digital.

Podríamos pensar, con F. Nietzsche, que estamos inmersos en un «eterno retorno», que el fascismo regresa disfrazado de populismo o que la historia se repite como tragedia y luego como farsa (Marx), pero sin descartar las coincidencias, hay factores y elementos nuevos que hacen que todo momento histórico tenga su propia problemática y necesite también soluciones propias. Cierto que hay millones de muertos civilmente por las prácticas de la globalización económica, pero esa legión humana no constituye un nuevo proletariado (no al menos en el concepto clásico del término), pues su mayor aspiración es recuperar el status perdido: de aquí la corriente reaccionaria, el resurgir del nacionalismo, el fanatismo religioso y el miedo a la emigración (antiguos votantes comunistas ahora optan por formaciones conservadoras o de extrema derecha).  Por si no era suficiente, la revolución digital está arrinconando cada vez con mayor contundencia la libertad de los individuos de poder vender su conocimiento y fuerza de trabajo para la realización de su proyecto vital. El trabajo, a pesar de las promesas de todos los gobiernos, tiende a ser un bien cada día más escaso y al alcance de un menor número de individuos, aunque más cualificados.

La apoteosis del capitalismo especulativo, que explotó en 2008, estuvo a punto de derribar los muros del sistema y se llevó por delante a millones de víctimas que vieron arruinadas sus vidas y, para mayor ironía, sobre sus espaldas se organizó la recuperación de un sistema financiero responsable último del cataclismo económico. Pero la crisis no se ha cerrado, como demuestran el Brexit en Reino Unido o las recientes elecciones en USA. La respuesta de la izquierda (especialmente, de la socialdemocracia) ha sido la inacción, hasta poner en riesgo severo la viabilidad de la Unión Europea. Por el momento, ni se ha intentado buscar en las esencias (Marx) para «fundamentar y formular racionalmente un proyecto de transformación de la sociedad«(Manuel Sacristán: ¿A que «género literario» pertenece El Capital?). Si persiste la parálisis, el campo quedará libre para la reacción, el fundamentalismo o el populismo más proclives al enfrentamiento que al diálogo. Enfrentamiento del que caben esperar más problemas que soluciones.