por Francisco Tomás (XXIII)

No me pareció ni alta ni baja, tampoco delgada o maciza, ni siquiera podría recordar con exactitud el color exacto de su ojos, pero me enamoré de ella en el mismo instante en que me miró y me obsequió con una sonrisa. Ella había pedido un café con leche y yo siempre tomo lo mismo que pida la persona que esté conmigo, es una cuestión de pura galantería. Hablamos de todo y de nada, con esa pulcritud de palabras entre dos recién conocidos. Miró de reojo a una niña a la que se le cayó la pelota y volvió la vista con esa coquetería que sólo una mujer tiene cuando quiere seducir. “¿Seducir?”, -preguntó. “Nunca me propongo seducir”, -añadió, mostrando una sonrisa cautivadora. “Para no proponérselo, la verdad es que lo hace muy bien”, -pensé. Tuve ganas de besar sus labios cuando nos despedimos, pero algo me dijo que no sería lo apropiado. En las primeras citas, uno muestra las cartas de la mano pero no dice que lleva un As escondido en la manga. No es cuestión de ser suspicaz para hacer trampas sino garantizarte el infligir y recibir el menor daño posible.  Algo está claro: la mayoría de las mujeres seducen hasta de manera inconsciente y algunos hombres somos capaces de ver lo que hay y hasta lo que no hay. Conozco mujeres que, sin saberlo, son como un valiosísimo violín Stradivarius pero nunca han encontrado a un hombre que sepa sacar sus mejores e inigualables notas. Conozco hombres incapaces de distinguir entre un violín y un violonchelo. Deduzco que los Stradivarius y los mejores violinistas no se reconocen entre sí, que hay gente que va dando la nota y que otros dan el “DO” de pecho ante un auditorio profano a los conceptos básicos y nada familiarizados a términos como voluta, arco o alma… La inmensa mayoría confundiría a una mujer de verdad con un pendón verbenero o el Capricho No. 9 de Paganini con una rumba catalana. Lamentablemente, confieso que me asemejo mucho más un niño aprendiendo solfeo que a Ara Malikian.

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Me gustaría ser el aire para poder acariciar tu pelo y que no me viese nadie. El suave susurro de ese viento, que entra por la ventana en invierno y se cuela en casa para recordarte que estas viva. Quiero ser la brisa del mar refrescando tu cara en el amanecer de un día de estío.  El viento envuelve tu pelo y parece querer jugar contigo tapándote los ojos mientras ríes con ternura infantil y tus pies descalzos se embadurnan de la fina arena de la playa. Quisiera ser el aire que respiras para explorar de cerca tu alma y saber cómo llegar a ti. Alma serena y limpia, que se resguarda de la hipocresía y la falsedad del exterior en un intento de preservar su belleza. Un soplo…quisiera ser un soplo nacido en tus labios para apagar la velitas de tu tarta de cumpleaños y rozar las llamas para iluminar tu nombre. Soplo templado, como el que me regalabas cuando mis ojos estaban frente a tu mirada haciendo el amor… Nunca antes me habían soplado mientras me fundía con otro cuerpo, pero eso suave soplo no calmó jamás mi llama sino que la avivó más y más… hasta quemarme y quemarte por dentro con una explosión de vida cargada de sentimiento. Aire, viento, brisa, soplo… todo ello quisiera ser para estar a tu lado sin que nadie lo notase salvo tú. Tú, sólo tú, sin nombre ni apellidos. Tú acariciarás el aire buscando mis besos y abrazarás la brisa buscando mis brazos. Sin sorpresas, descubrirás tus pechos al viento para sentir mis manos acariciando tu piel y la pasión te recordará las velas de tu tarta de cumpleaños, abrasadoras y chispeantes, deseando quemarte con mis labios cuando mi soplo suave se intercambie con el tuyo entre sábanas de raso blanco, sin almohadas ni cojines, sin ropa ni pudor…