por Francisco Tomás M. (XXI)

No son valientes los que no tienen miedo sino los que logran anteponer su instinto de supervivencia.  Soy temerario en la exposición de mis sentimientos y un tremendo cobarde ante los obstáculos y los miedos. Tengo pánico en demasiadas ocasiones pero en otras, en cambio, me sorprende la entereza y frialdad que empleo. No sé hacer más que sentir. El sentir me lleva a escribir. Escribir me lleva a volver a sentir y en este vaivén de sentimientos, dudas, contradicciones, proyectos, sueños y derrotas… vivo. No cambiaría mi forma de vivir por ninguna otra. Se sufre, sí. Pero me encanta acariciar mis sueños, ver cómo le alejan, esperar a que vuelvan y vivir con pasión en los tiempos de espera. No espero nada en concreto pero me encanta adentrarme en la vida y escudriñar corazones y almas ajenas para tenderles mi mano sencilla, sentida y verdadera. Agotado de liberarme de las cadenas de los miedos pero feliz en ese día,  emprendo nuevos viajes a no sé dónde, con no sé quién, por tiempo indefinido y sin vendas en los ojos. El viaje será largo pero estaré con mi pluma caligrafiando cada experiencia para lanzarla dentro de una botella al mar en busca de un lector.

Los aprendices somos torpes y preguntamos mucho a los poetas. Preguntamos de todo en busca de respuestas que sólo la vida puede ofrecerte. Es el ansía de volar lo que hace que los aprendices queramos avanzar mucho más de lo posible. Queremos, escribir, rimar, evocar sentimientos con versos plagados de roces al alma. Los aprendices sólo sabemos que no sabemos nada y queremos saber. Nunca sabremos ni un mínimo sobre escribir pero no cejamos en el empeño de buscar la rima apropiada, un pareado singular, un vocablo evocador, un beso para los labios que nos leen y una caricia suave para las pieles que se erizan con la lectura de los maestros. Todo eso deseamos y aunamos en una pequeña bolsa de deseos por cumplir que siempre cuelga de nuestro cinturón.

Los aprendices nunca aseveramos nada, ponemos en duda todo y nos empeñamos en repasar y repasar la vida propia y ajena. He llegado a olvidar cosas que creía inolvidables y recordar pequeños detalles que jamás pensé que quedarían grabados en mi alma. Porque la memoria del alma es mucho más sensible que la de la mente.

“Alma mía, de recuerdos imborrables,

Besa mis labios sedientos de sueños.

Alma mía, ausente de actos deleznables,

Acaricia mi corazón indomable y sin dueño.

Tengo tanto que sentir y vivir,

Anhelo tanto rimar y escribir.

Deseo con tal ansía dirimir

Mis dudas de ser humano frágil,

Que no resulta nada fácil

Rimar versos sin sentir.

Por eso, salgo a esculpir

Mi efigie de corazón y alma,

Lo hare despacio, con calma

Y sabré tallar en piedra

Mi viajes al cielo y al infierno

Para que no lo cubra la hiedra

Con el paso del tiempo eterno.