por Francisco Tomás M. (XVIII)

Hacer como que uno está bien sin estarlo o estar eufórico sin tener motivos para ello. Así de contradictoria es la mente. Los problemas surgen inesperadamente, se acomodan en el alma y atormentan la mente mientras el corazón se acongoja. Uno necesita exteriorizar el dolor pero no tiene valor para enfrentarse a una conversación cuerda y se refugia en sí mismo agarrándose las piernas flexionadas con los dos brazos en un intento vano de imaginar que abraza a alguien. Los amantes de los libros nos aferramos a las palabras y conformamos textos incongruentes pero certeros en un intento ridículo de emular a los autores clásicos. Esta afición a unir palabras con sentimientos siempre desemboca en un mar de lágrimas. Los textos sin emoción son papeles y una servilleta sucia de bar con unas palabras salidas del corazón se convierte en un objeto de coleccionista. Extrañamente, mi mente se sobrepone a los duelos con mayor entereza de lo esperado y se alterna el decaimiento extremo, la normalidad extraña y la euforia comedida. En mi presente, no me fluyen ya las palabras como en mi pasado y eso indica, claramente, que el dolor se conforma con existir sin necesitar de gritar. No se olvida sin el paso del tiempo pero el instinto de supervivencia me hace resistirme a la catástrofe emocional. Más bien, creo que ahora tengo una herida con brotes contenidos de dolor y no un boquete enorme mostrando una sangría como me sucedía hace meses. Mi mejor terapia es escribir, unir palabras, corregir letras, aunar penas y coser cada sentimiento a cada expresión escrita. Nunca se olvida a las personas que un día se quiso y que lograr dejar recuerdos imborrables y otras, en cambio, borran con sus actos todas sus huellas y uno pierde su vista en el horizonte sin encontrar absolutamente nada. Se puede llorar de rabia, de dolor por la pérdida o del daño recibido, pero los periodos de transición son distintos… quizá en mi madurez esté demasiado conformista, cosa rara en un luchador, pero se debe al efecto rebote: una acción provoca una punzada certeza en lo más vulnerable de uno, la reacción es defenderse con arrojo y salir andando sosteniéndose las tripas con la mano para hacer como que no se siente la herida. Así estoy ahora… andando, sosteniendo con mi mano la herida y mirando desafiante a los ojos del destino.  A ver, ¿Quién puede a quién? ¿Tú o yo?

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¿Puede uno empeñarse en retorcer su destino? ¿Es posible o imposible cambiar el rumbo de la nave en contra de los vientos que nos empujan? Montados en la perseverancia, acaso en el infortunio, es ajeno al hombre vencer su destino. Sentir nos hace humanos al mismo tiempo que vulnerables y estos sentimientos nobles o bastardos no impiden llegar al punto marcado con tiza sobre la inmensa pizarra que es el tiempo y el espacio. Como si de una ciencia exacta se tratase, la ecuación de la vida se multiplica por el éxito, se divide por las adversidades, se suman enemigos y se restan amigos. Podemos elevarnos al cubo con un beso y reducirnos a una milésima parte con un leve desprecio. Aunque no lo creamos, la vida es una ciencia exacta y lo dice un hombre de letras. Las estrellas nos hacen soñar de la misma manera que el sol nos derrite y estas certezas son equivalentes a un amor, que nos cierra la mente y abre el corazón, o bien un desengaño, que nos empequeñece súbitamente hasta convertirnos en maleables y dúctiles en manos de la adversidad más absoluta y oscura. Con la única esperanza de dormir para soñar y la simbólica meta de vivir con pasión, se mezclan en mi mente, a partes iguales, los latidos vitales y los suspiros funestos. Hoy es así y mañana… puede ser lo mismo o no parecerse en nada. Vivir, con la inmortalidad como quimera y la felicidad como meta lejana, para creerse un Dios todopoderoso o una insignificante mota de polvo zarandeada por el viento. ¡Vivir! ¿Qué más queremos?