Por Francisco Tomás M. (XVI)

Giraba el vaso mirando embobado los círculos que el cubito de hielo dibujaba en el fondo del vaso. Suponía que había música en el garito, pero él no la oía. Giraba, giraba y giraba como esperando una respuesta s su pregunta: ¿Qué pasará mañana cuando se haya ido?. Aquella noche empezó a saber que amaba a Cayetana. Sólo eran dos años de idas y venidas, de momentos inolvidables salpicados de instantes de distanciamiento y repulsión. “Así es el amor”, le dijo la camarera tras la barra, con esa sabiduría que da la noche a quienes la trabajan. Le sirvió otro vodka con Martini y le intentó sacar con una sonrisa: “James Bond, lo quieres movido pero no agitado, verdad?”.  Pero el frustrado agente secreto no estaba para bromas. Mirando el móvil, empezó a pensar que ponerle en el mensaje. Ella se iba a trabajar a otra provincia para ampliar su currículum como pediatra. Tecleando torpemente escribió: “En una hora me presento en tu casa con mi maleta. Lo he pensado mejor. Para la mierda de trabajo que tengo, me voy con lo único que me importa en esta puta vida que eres tú”.

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Desde niña, admiró el coraje de su padre. Recordaba a su abuelo y veía a su padre en esta época de su vida. Siempre recibió valores de él y recordaba muy a menudo las palabras de repitió hasta la saciedad: “Todo lo que sé de la vida, lo he aprendido de mi padre.” Ella era madre y ya había cumplido los cuarenta.  Miraba a su padre con la misma devoción con la que su padre miró a su abuelo. “Esas cosas, la familia, el cuidado de los abuelos, el respeto a los padres y anteponer los lazos familiares a todo… lo llevas en la sangre”, le decía su padre desde que era pequeña. Se esmeró en inculcar a sus hijos ese amor por la familia, que recibió a lo largo de su infancia y juventud. Demostraba con afecto y cuidados a su padre, que ella había comprendido perfectamente lo que es la familia.  Cuando se quedaba sola al final de día, mirando la televisión, pero pensando en otra cosa, recordaba aquello de “el respeto a nuestros mayores”, que le hacía tanta gracia cuando estudiaba la sociedad y la familia de los romanos en la clase de Latín.  Esbozando una sonrisa, pensó. “No están tan locos estos romanos, como decía Asterix”. Hasta la muerte de su padre, jamás dejó de atenderle con esmero y amor infinito. Ella, como la mayor parte de los humanos, era tal y cómo era, gracias a su padre.

 

Desde joven, había intentado volver la vida del revés como se le da a un calcetín. Era inconformista con todo y no se apasionaba con nada. De pequeño, consultados varios doctores, le fue diagnosticada hiperactividad, pero su abuela decía que lo que le pasaba al niño simplemente es que era inquieto y travieso. Fue pendenciero de joven, mujeriego de adulto y un cascarrabias de anciano. En la residencia donde vivía desde hace varios años, era conocido como “El rojo”. Desafía las normas, mostraba su carácter antisocial con los compañeros y tiraba los tejos a las residentes con un descaro impropio de su avanzada edad. Nunca quiso ser atendido por el médico y ponía a caer de un burro al sacerdote que oficiaba cada tarde la misa.  “El rojo” se negó a cenar aquella noche sus verduras y su filete de pechuga de pollo a la plancha porque era “comida de viejos”. Se sentó en el hall de entraba a pesar del frío que entraba por la puerta principal del exterior. Se quedó dormido y nunca despertó. Murió con quiso, como un rebelde, y nadie vino a despedirse de él antes de incinerar sus resto. Probablemente como él hubiese querido.