por Francisco Tomás M. (XV)
No pedía nada más de lo que tenía. Es verdad, estaba solo. Sin embargo, no parecía necesitar una pareja para estar en paz consigo mismo. Tras cumplir su medio siglo peleando con la vida, había decidido no malgastar sus años restantes en busca de una mujer que encajara en su modo de vida. Se había acostumbrado a estar solo en un apartamento, que limpiaba poco, en el que fumaba mucho y que le servía de hogar. Había pensado pintar las amarillentas paredes que durante años soportaban el humo de sus cigarrillos. Llamó a un pintor económico de un folleto que le dejaron en el parabrisas de su moto Vespa. Se sorprendió al escuchar una voz femenina y pensó que sería la mujer o la hija de algún señor sesentón, que llevaba toda su vida pintando con brocha gorda. A la hora indicada, llamaron al portero automático y subió una cuarentona, extremadamente resultona, con las pinturas y las brochas.
– Me llamo Lucía, dijo. Y le estrechó la mano.
– Fuma mucho verdad? Vaya paredes, añadió
– No consigo dejar de fumar, balbuceó torpemente.
En tres días pintó su casa pero desde ese instante también pintó su corazón.
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Caminó por la acera con el sol de cara hasta llegar a su nueva casa. Antes de bajar las escaleras para acceder al portal, se cruzó con un hombre enjuto, con el pelo blanco y una gorrilla, la nariz era aguileña, había sido alto pero caminaba encorvado, y, eso sí, un pitillo encendido sujeto simplemente por la comisura de los labios. Le saludó cortésmente y se extrañó pues era su primera visita a su nueva vivienda y no conocía a nadie en el que sería su nuevo barrio. Durante años, se cruzó mil veces son él y se saludaron con la misma cortesía de la primera vez pero con mucho más afecto. Pasados 23 años, alguien le comentó su muerte. Hacía tiempo que no veía a aquel anciano que siempre iba con el cigarrillo en la boca y siempre le saludaba fuera la hora de fuese y fuese el día que fuera. Nunca supo su nombre, jamás le dijo otra cosa que un amable “Buenos días” o “Buenas tardes”, pero fue el primer vecino que le saludó y siempre recordará su estampa, su caminar lento, su chaqueta desgastada para el invierno y sus camisas de manga largas remangadas en verano. Los recuerdos de las personas no dependen siempre del tiempo compartido con ellas sino de la calidez de los encuentros sean fortuitos, casuales, programados, espontáneos o concertados.
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No había sido una buena noche. Caminaba de puntillas con los zapatos de tacón en la mano, las medias rotas, la minifalda no le cubría mucho, la chaqueta blanca había perdido su esplendor entre restregones y pisotones, pero le abrigaba lo suficiente y en su cara se veía el rimmel corrido pero no quedaba nada del lápiz de labios, totalmente desaparecido. No había sido una buena noche. Empezó como todas, con la ilusión de salir con sus amigas y extremando hasta el más mínimo detalle en maquillaje y ropa. Salió a comerse el mundo pero el mundo no se dejó. Las amigas encontraron con quien solventar sus necesidades libidinosas y se encontró plantada a las 2 de la madrugada. Se le acercaron los típicos babosos cargados de copas ofreciéndose para pagarle un cubata, pero no era una chica fácil. Cuando todo el mundo empezaba a salir, buscó su bolso entre los abrigos y no lo encontró. Esta noche le habían robado a ella… “Qué putada”, pensó. Con los pies doloridos, sin amigas, sin compañía, sin dinero y sin móvil, Penélope se fue andando a su casa con los zapatos de tacón en la mano. (ftm)