Por el amor de Dios y 100millones de dólares
Es una maravilla que el llamado arte contemporáneo –una ganga para etiquetar lo imponderable- pueda hacer a algunos artistas millonarios hasta grados estratosféricos. Y para confirmarlo ahí está Damian Hirst al haberse convertido en la tercera persona con los ingresos más elevados en Gran Bretaña. Ya Warhol –su gran talento consistió en no tener talento, ni estético ni técnico- lo reconoció al haber declarado que “después de haber hecho eso llamado arte, o como quiera llamárselo, me dediqué al bussiness art”.
Lo que ya no dijo es que no podía tildárselo de negocio, había que disimularlo, cambiarle de apellido, que fuese algo tan sonoro como la palabra contemporáneo, hallazgo en que estuvieron todos los confabulados –ya saben a quienes me refiero- de acuerdo, pues así le daba más relevancia a esa supuesta ruptura y renovación absolutas.
Mas por si acaso, y porque Hirst no tiene un pelo de tonto, llegó a pagar 33 millones de dólares en 1969 por un autorretrato de Francis Bacon, que ese sí es auténtico creador de todos los tiempos y sin necesidad de decorarlo con diamantes. Seguro que la razón fue suponer correctamente que esa obra valdría más que todo lo que había hecho y haría en su vida.
Tal es como lo contemporáneo se ha apropiado de todo el mercado y se constituyó en el escenario donde tienen lugar las ventas más espectaculares. Para los mercaderes son fantásticas, meteóricas y cuantiosas las ganancias, y para los compradores y coleccionistas que ponen el dinero la posibilidad de tener bufones que les diviertan y adornen sus mansiones y museos.
Imagínense el monumental cabreo de Rauschenberg –este carecía de olfato comercial- cuando asistió a un remate en el que dos de sus pinturas alcanzaron cifras superiores a treinta veces el precio original. El artista desafió inútilmente al coleccionista que las sacó a subasta a que le comprase nuevos trabajos suyos por esas cifras. Este no le dejó ni una propina para pipas.
Entonces ¿qué es lo que pasa? Que el arte contemporáneo se considera como un fenómeno rayano en el éxtasis dentro de una imagen de plenitud infinita –ahí es nada-. O lo que es lo mismo, un orgasmo inacabable –claro que depende de con quién-, que engloba e integra ideas de sublimación y desmaterialización, reflexión sobre la identidad individual y ciertas exploraciones del paisaje político –eso último sin exageración, que no está el horno para bollos-. ¡Tremenda originalidad la suya, oiga!
Gregorio Vigil-Escalera
De las Asociaciones Internacional y Española de Críticos de Arte (AICA/AECA)