OTEGI EN LIBERTAD

Tras seis años de prisión Arnaldo Otegi, la figura más visible del independentismo radical vasco, ha salido de la cárcel, robando protagonismo a la primera jornada de la sesión de investidura a la presidencia del Gobierno. El que fuera destacado miembro de la dirección de ETA ha manifestado que sale más (¡¿?!) independentista de lo que entró, amén de defender que fue encarcelado por sus ideas (preso político). Como era de esperar, las redes sociales se han inundado de comentarios a favor y en contra de Otegi, que espera trucar su condición de antiguo condenado por sus vínculos con ETA por la presidencia del gobierno vasco, desde el puesto de Lehendakari. Según el líder de PODEMOS, la libertad de Otegi es una buena noticia para los demócratas; una opinión ― como todas― expuesta a matizaciones.

En cualquier caso, una sociedad democrática no debe perseguir de forma prioritaria el castigo y sí apostar por la reinserción. Y Otegi ha tratado de presentarse, desde hace tiempo, como «un hombre de paz». Sin embargo, todavía está por escuchársele una condena tajante del terror ejercido por miembros de la organización terrorista a la que él perteneció. Condena y arrepentimiento que en realidad son inútiles: en la mayoría de los casos no son sinceros y responden tan solo al oportunismo y, lo que es más importante, no sirven para reparar el daño irremediable causado a las víctimas ―privadas de su mayor tesoro, su vida― ni consuelan a los familiares y allegados. Ahora este «hombre de paz» va a recibir varios homenajes por su libertad y entre ellos habrá gentes y agrupaciones que tienen a la organización terrorista ETA como un referente ético y moral, símbolo genuino de un patriotismo incuestionable, a salvo de cualquier consideración.

Por la constatación evidente de que la victoria militar era inviable, que la utilización del terror como arma política había agotado su recorrido o por sincero arrepentimiento, lo cierto es que los «euskoizquierdistas» hace tiempo que han optado por la acción política, con resultados más que notables y, en principio, sorprendentes: la mayoría de las fuerzas que han conformado las plataformas políticas con las que los abertzales se han presentado a las citas electorales estaban próximas a ETA y, en muchos casos, no han condenado el terrorismo. Es la consecuencia de la afasia moral en la que ha vivido la sociedad vasca, que durante años ha guardado silencio, ha mirado para otro lado o ha jaleado el terrorismo etarra. Un terrorismo que consideraba al adversario político como una molesta basura que era necesario erradicar del suelo patrio. Sin embargo, los crímenes cometido con la estrategia de la «socialización del dolor» o los asesinatos sin la más mínima justificación «política» (caso de Miguel Ángel Blanco) lograron despertar la conciencia de buena parte de la sociedad e inclinar la balanza del lado de la paz.

Para justificar las muertes provocadas por el terrorismo o la represión se han utilizado siempre grandes palabras. Pero por muy altos sentimientos y fervores que susciten «la libertad», «la independencia» o «la integridad» de la patria, no se puede soslayar, como señalara Sebastián Castellio a Juan Calvino, que «Matar a un hombre no será nunca defender una doctrina, será siempre matar a un hombre».  Que haya apuestas por la paz siempre es positivo, aunque en realidad sean una alternativa (la desconexión a la catalana) a la fracasada vía del terror para lograr el fin último de la independencia, que se plantea un nacionalismo irreductible, como el vasco, que lleva a sus espaldas tres guerras civiles ―las contiendas carlistas del siglo XIX― y un enfrentamiento con la dictadura franquista y ejercido con redoblada saña contra el sistema democrático, con cerca de mil asesinatos en su haber. Toda iniciativa que sirva para asegurar la paz en Euskadi, aunque oculte segundas intenciones, debería ser bien recibida. No por rescatar a los verdugos, sino por respeto a las víctimas. Por ellos, hay que recuperar la plegaria civil de Manuel Azaña cuando pedía: «Paz, Piedad, Perdón» (18 de julio de 1938. Discurso de M. Azaña en el Ayuntamiento de Barcelona).