No hay playas bajo el pavimento
He vuelto a los escenarios del 15-M y nada queda en ellos de aquel acontecimiento imprevisto. Sólo se percibe el eco lejano del estruendo que por entonces atronaba en la Puerta del Sol. Aquello se prolongó más de lo esperado y sacudió la resignación asumida de muchos, pero acabó cuando los últimos acampados empaquetaron sus propuestas iluminadas y las brigadas municipales recogieron lo que allí quedaba. Cuatro años después, sus presuntos herederos políticos se alejan del lugar de los hechos, alistados como están en oscuras maniobras de camuflaje estratégico. No quieren rescatar las mochilas que los indignados abandonaron en las calles y los que siguen su rastro las esquivan con cuidado. A lo largo de muchas jornadas, inflamados del fervor participativo que caracteriza a los episodios constituyentes, una multitud creciente debatió y aprobó soluciones alternativas al desastre socioeconómico que se extendía por todas partes.
Aunque la mayoría de las propuestas ratificadas fueran tan inviables como simplistas, las miserias del sistema quedaron expuestas con una claridad formidable. Sin entrar en otras aplicaciones pintorescas, los concentrados creían que era posible abandonar las instituciones europeas, renunciar al euro y mandar al cuerno a todos los prestamistas internacionales que poseían nuestra deuda nacional. Proclamaban la nacionalización de la banca y la neutralización de los agentes financieros, la intervención de los sectores energéticos y la estatalización de la educación y la sanidad. Apostaban por la implantación de una renta básica familiar, universal y suficiente; por la jubilación anticipada de los trabajadores, por el reparto del trabajo existente, por acabar con la temporalidad laboral, por incorporar a los jóvenes en proyectos reales de emancipación social y por ocupar las viviendas vacías. La democracia real era su bandera. Querían construirla desde abajo, abierta y asamblearia, popular y avanzada, sometida a las decisiones puntuales del pueblo, aunque para edificarla tuvieran que derribar el modelo elaborado en 1978.
Muchas de aquellas arengas, incluidas las más impracticables, calaron en el tejido más vulnerable de la opinión pública. Los partidos instalados contemplaron el fenómeno sin inmutarse, con desprecio a la derecha y con una sonrisa complaciente y paternalista a la izquierda. Con el paso del tiempo, su impostura gestual se transformó en un rictus de perplejidad y temor. Los activistas del 15-M abrieron las letrinas del sistema y un tufo insoportable se dispersó en el ambiente. Los que allí concurrieron, gentes de diversa condición y orígenes muy distintos, machacados todos por la crisis, abandonados a su suerte por los que tenían la sartén por el mango, reclamaron otra forma de hacer las cosas. En las cuerdas de la contestación quedaron colgados los trapos sucios de nuestro entramado institucional: la perversión progresiva del régimen, la colonización política de la sociedad civil, el arribismo sostenido de políticos sin escrúpulos y el enquistamiento del clientelismo interesado en todas las estructuras ciudadanas.
Allí se denunció también la politización de los poderes del Estado, el intrusismo masivo en los organismos de la administración, el descontrol del gasto público y la existencia de mafias de corruptores y corrompidos. Aunque solo sea por todo ello, merece la pena rememorar el suceso. Hoy parece archivado en la memoria colectiva, como se enterró en la historia el Mayo francés del 68. Tantas décadas después, los protagonistas del 15-M han vuelto a comprobar que no hay playas bajo el pavimento.