No hablen mal de las heces del arte contemporáneo

Hacer un balance del arte contemporáneo en la situación actual es imposible y hasta innecesario, pues en cualquier momento se presenta y nos sorprende con una más gorda. Lo cual no puede resultar insólito ya que incluso el propio Kant señalaba que el arte puede tratar todo tipo de asuntos y promover diferentes pautas sentimentales, independientemente de su moralidad y del horror que pueda despertar. Ahora bien, establece un límite: el asco. Inútilmente, todo hay que decirlo, por cuanto el contemporáneo/posmoderno se lo saltó a la torera sin ni más.

Por ello, seguro que no estaba ni están en la mente de Vivanco en particular y en la de muchos tales extravíos escatológicos cuando aquel declaraba que el arte es el acontecimiento excepcional frente al cual todos nuestros límites mezquinos y diarios desaparecen –esa es también mucha desmesura de proclama, porque desaparecer no desaparecen nunca-. Ni tampoco en el pensamiento de Camón Aznar, con su pomposa hipertrofia de que la obra de arte es un instante eterno, un presente sin fin.

Mas ahí estaba también el artista americano Robert Motherwell, que dejó dicho que como resultado de la miseria de la vida moderna –tal que si fuese un hoy mismo con la peste añadida de cortesana-, nos encontramos ante la circunstancia de que el arte es más interesante que la vida.

Al fin y al cabo, y sin añadirle más cuento, la búsqueda de hacer arte tiene como suposición todos los modos posibles de la realidad y su finalidad no exige la adopción de una técnica o plástica determinada.

Ya nos trasladó Octavio Paz su creencia de que el arte es la única forma de actividad mediante la cual el hombre como tal se manifiesta como verdadero individuo, y gracias a su creatividad, según Koestler, configura la conexión de conceptos e ideas, marcos de referencia, o niveles de experiencia previamente desconectados.

Sin embargo, no podemos ignorar planteamientos como el de Castro Flórez, para quien el arte contemporáneo se nutre de la atracción del límite, del conflicto entre la cosa y su sombra, o, conforme a lo pensado por Roland Barthes, de un vaciamiento del signo –el de la visión cósmica que aparece revelado en la obra de arte- y de hacer retroceder infinitamente su objeto hasta poner en cuestión, de una manera radical, la estética secular de la representación.

Y ya para más inri, lo remata Paul Virilo, con su apreciación de que el mismo (el contemporáneo) es despiadado y tiene la impudicia de los profanadores y de los torturadores –un pelín exagerado-, además de la arrogancia del verdugo.

Vamos, que hay que hallar estéticamente la realidad a plasmar como el ser propio en el defecar, y que hay que buscar asimismo la creación de la realidad de nuestro propio ser meando y vomitando en el ser mismo de nuestra esencia independiente.

Gregorio Vigil-Escalera

(De las Asociaciones Internacional y Española de Críticos de Arte (AICA/AECA)