NAUFRAGIO Por Teófilo Ruiz
Las cifras avanzadas por las autoridades italianas hablan de cerca de dos mil víctimas mortales en los naufragios registrados en lo que va de año en el Mediterráneo, como consecuencia del hundimiento de diversas embarcaciones que, desde distintos puntos de África, intentan alcanzar las costas europeas por Italia, Grecia, Malta y, en menor medida, España. Según algunas estimaciones, un millón de personas aguarda en diversos puntos de la costa de Libia para embarcar rumbo al anhelado «paraíso» europeo.
El goteo constante de víctimas tuvo su primer salto cualitativo en diciembre del 96, cuando unos 300 emigrantes perdieron la vida en las costas del sur de Sicilia, tratando de llegar a algún país europeo en busca de una vida mejor. El estallido de la llamada Primavera Árabe, iniciada en diciembre del 2010 en Túnez, se propagó a Libia y Egipto y se unió a las catástrofes humanitarias de la guerra civil en Siria (marzo de 2011) y los interminables conflictos de Afganistán e Irak, caldos de cultivo del radicalismo islamista más atroz, que ahora presiona con toda la fuerza de su terror-espectáculo sobre poblaciones desvalidas para provocar su desbandada. Cientos de miles de personas se sumaron así a las columnas procedentes del Magreb y del África subsahariana, dispuestas a empeñar todas sus pertenencias, incluida su propia vida, para logar el objetivo de una vida similar a la de los ciudadanos europeos.
La crisis económica ha provocado la reducción de ayudas al desarrollo a los países de origen de los flujos migratorios. Y de intentar paliar los problemas en su raíz se ha pasado a una política «defensiva». Con el Acuerdo de Schengen, que entró en vigor en el 95, los miembros de la UE eliminaban las fronteras interiores, aunque tomaban nota sobre el problema de la emigración para considerarlo un asunto compartido. Sin embargo, el paso de los años ha demostrado que se carece de una política migratoria comunitaria y, hasta ahora, se ha dejado la resolución en manos de los más afectados (Italia, Grecia, Malta y España). La muerte de 360 inmigrantes al naufragar su barco ante las costa de la isla italiana de Lampedusa (octubre de 2013) fue el primer toque de atención de esta tragedia que venía siendo un goteo constante desde hacía varios años. La reacción de la UE ha sido poner en marcha la operación «Tritón», de la Agencia Europea de Fronteras, con una escasa dotación económica―2,9 millones de euros al mes― y centrada en el control de fronteras, pero no del rescate en alta mar. Esta rácana asignación de medios explica, en parte, la dimensión de los naufragios que se han registrado en lo que va de año.
La contumacia en el error para solventar problemas tan graves como los de Irak, Afganistán, Somalia, Siria o Libia han provocado la aparición de una masa humana desesperada, decidida a soportar la extorsión de las mafias de traficantes y los riesgos de unos viajes que pueden ser los últimos de sus vidas, pero no está dispuesta a quedarse cruzada de brazos, sin hacer nada, mientras miles de niños, mujeres y ancianos mueren de hambre y enfermedades, hacinados en campamentos de refugiados donde lo único que hay garantizado es la llegada de la muerte. Ante determinación semejante, de nada van a servir las vallas fronterizas, por muy altas que sean, o la denegación sistemática de las peticiones de asilo. La UE debe disponer cuanto antes de una política exterior propia, que actué de forma decidida en las zonas de conflicto que más puedan afectarle y dotarse de una estrategia emigratoria coherente, de acuerdo con sus necesidades y posibilidades de absorción. El salvamento de esos miles de emigrantes que llegan a las costas del Sur es uno de los problemas, y no el menor, que tiene que resolver la Unión Europea si quiere salir robustecida de una crisis que ya está durando demasiado y que amenaza con provocar su propio naufragio.