MILITARES DE ABRIL Por Teófilo Ruiz

En las numerosas manifestaciones que se desarrollan en Portugal contra los brutales recortes socioeconómicos impuestos por la Troika han empezado a aparecer pancartas con una petición sorprendente: que las Fuerzas Armadas vuelvan a protagonizar otro 25 de abril. Todavía muchos portugueses deben recordar las palabras del capitán Salgueiro Maia al dirigirse a los soldados en el acuartelamiento de Santarém, en la madrugada del 25 de abril de 1974: «como todos saben, hay diversas modalidades de Estado. Los estados sociales, los corporativos y el estado al que hemos llegado». Y así, con los acordes de «Grândola, vila morena» de José Afonso, como señal de partida (En cada esquina, un amigo / En cada rostro, igualdad / Grândola, villa morena/ Tierra de fraternidad), los militares de abril acabaron con la larga dictadura salazarista y su régimen corrupto. Después, pasado el primer impulso, la Revolución  de los claveles fue perdiendo fuerza hasta desaparecer. Ante el actual estado de cosas ─ en vista de la inoperancia de los políticos de todo signo ─ buena parte de la ciudadanía empieza a buscar, entre la ira y la nostalgia, algo que detenga esta marcha irrefrenable hacia la catástrofe. En Portugal se añora a «los capitanes de abril» (muchos de ellos ya desaparecidos); en Italia se reactiva el populismo que esconde, de forma mal disimulada, su inspiración mussoliniana; en Grecia ha crecido, sin tapujos, el movimiento neonazi «Amanecer dorado» (más bien, pardo); en España, agotados los efectos de la tantas veces ensalzada Transición democrática, las consecuencias de la crisis vuelven a roer los cimientos de un Estado con estructura inestable (siempre) y que ha consumido Constituciones como el que se cambia de camisa. El separatismo catalán ha rebrotado con violencia y con la nada disimulada intención de abandonar una nave que hace aguas por todas partes y amenaza con un severo riesgo de naufragio.

No parece que sea el momento de las Fuerzas Armadas para recuperar el papel protagonista que tuvieron en los dos siglos anteriores, con especial virulencia en España, por la dejadez de una clase dirigente más interesada en derrochar sus ganancias en casinos y prostíbulos que en nuevos proyectos empresariales. En la actualidad, los mecanismos represivos del Estado son los suficientemente contundentes y eficaces como para mantener el orden. Sin embargo, las manifestaciones no cesan y muestran un malestar social que no decrece ante medidas cada vez más insoportables. Y es que en toda Europa, y de forma especial en los países del Sur, millones de ciudadanos se han visto apeados bruscamente de la confortable posición social que ocupaban, para encontrarse de la noche a la mañana sin trabajo, desprovistos del confortable soporte económico que sustentaba su «suelo» y carentes de la más mínima perspectiva de una salida a la desamparada situación en la que se encuentran, sin que hayan hecho nada para merecerlo. Son el mejor caldo de cultivo para que crezcan alternativas al margen de un sistema democrático cada día más desacreditado. De hecho, cada día toman mayor pujanza los planteamientos nacionalistas excluyentes, el mito del Pueblo en contraposición con la idea de la Unión Europea que debería terminar por aglutinar de forma equilibrada a la mayoría de naciones del continente. Por fortuna, el segundo pilar necesario, el caudillo carismático, para la reactivación de la relación sadomasoquista masa-líder que se concreta en el fascismo no se atisba en estos momentos: no hay en Europa, ni para lo bueno ni para lo malo, dirigentes de talla para este tipo de desafíos.

Lo que está meridianamente claro es que los predicadores del ascetismo en forma de continuos recortes han impuesto su fundamentalismo a sangre y fuego: gobierno ´»técnico» de Monti en Italia, ejecutivos teledirigidos en Grecia y Portugal; y en España primero ZP y ahora MR pierden los pantalones para poner en marcha las órdenes que emanan de la cancillería de Berlín, sea la liquidación del sistema de cajas de ahorro, la transformación del mercado laboral hasta dejarlo en garantía-basura, o la reforma de la Constitución para asegurar el pago a los acreedores. Todo como si España fuera un länder alemán de segunda categoría.

La amarga realidad es que el ciudadano que se creía y sentía integrado en el sistema y sus beneficios, se encuentra ahora aplastado, «lastimado»,  por unas fuerzas económicas que, en la defensa a ultranza de sus beneficios, lo han reducido a simple objeto; y, además, desechable.