Marilyn y la sopa fría

Una exposición fotográfica ha recreado en París las últimas semanas de Marilyn Monroe, la rubia de celuloide que se muere cada agosto, y que cada día está más hermosa, a la manera en que Gardel canta mejor según pasa los años. Marilyn es una diosa rubia y delicada de estos tiempos en que los grandes almacenes son el equivalente de las catedrales góticas. Fetiche oxigenado y feliz del capitalismo, la carnalidad arrolladora de la muñeca rubia de Hollywood llena los bolsillos de todo tipo de mercaderes, que encontraron en ella un filón inagotable. Hay quien tiene siete vidas, pero la Monroe, como casi todos los elegidos por los dioses, tuvo una vida breve, y a partir de ahí cayó en una muerte de sesión continua de la que no la dejan escapar. Su mito crece a medida que los almanaques pierden hojas y los siglos cambian de dígito.

Ahora que las modelos nos enseñan ufanas sus huesos, en días de anorexia y tallas pequeñas, pudiera pensarse que ha caducado el prototipo con curvas de Marilyn, pero nada más falso, porque el erotismo masculino brota antes en cualquier descampado que en las pasarelas donde la moda se homenajea a sí misma. La libido del hombre de hoy, también del intelectual, no hace ascos a los pósteres que ilustran las cabinas de los camioneros, esos lugares en los que difícilmente encontraríamos un libro de Arthur Miller, pero en los que Marilyn, su mujer, tuvo siempre barra libre. La rotundidad de Norma Jean no necesita pasar la prueba de la masa corporal, esa pintoresca regla de tres de la nueva feminidad. Volvió a París, sí, siempre regresa, Marilyn, reina lasciva de la comedia, ángel animadamente humano, muñeca sobada por presidentes, escritores y magnates, niña infeliz de los orfanatos, adolescente regordeta y ambiciosa, joven tonta y caprichosa de los

Con Arthur Miller, su tercer marido

Con Arthur Miller, su tercer marido

salones, actriz incomprendida por críticos y metodistas del séptimo arte. Su sola presencia era una factoría que hacía rugir de gozo a las máquinas de fabricar dólares; su ausencia se ha tornado mil veces más rentable. Los sumos sacerdotes del capitalismo expoliador se hacen cada día más ricos a costa de la mujercita incomprendida y lúbrica. Ni muerta la dejan descansar. Más allá del feroz capitalismo, lobo que come hombre, Marilyn Monroe es un ángel de museo, lleno de gracia y mar de celuloide.

La sombra inmortal de Norma Jean es una de las creaciones exclusivas de la cultura pop, la mayor expendedora de mitos de la segunda mitad del siglo XX. La década de los sesenta, la de la llegada del hombre a la luna y la guerra de Vietnam, la del mayo francés y las baladas de los Beatles es una apoteosis de gestos informales y rebeldías juveniles que inventan su causa a la par que se ganan el derecho al cuarto de hora de gloria. La edad de oro del pop congeló la instantánea del Ché en Bolivia y la de Kennedy tiroteado en Dallas. Allí baila Juan XXIII con Martin Luther King, mientras Truman Capote se mira en el espejo de su solipsismo. En ese salón de la frivolidad con denominación de origen pocas marcas pueden competir con la de Marilyn, salvo quizá la sopa Campbell, pero comparada con la temperatura de Norma la sopa se quedaría inevitablemente fría.

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