Los que opinan sobre el arte contemporáneo que levanten la mano

Todo el mundo quiere hablar del arte contemporáneo, y tienen todo el derecho a hacerlo, pero las preguntas no se acercan a las respuestas, ni son tan coherentes como las inversas. O las reversas, tanto da.

Si escuchamos a Castro Flórez nos advertirá que en él se observa una pasión por lo incorporal y un furor casi religioso por el vacío, así como una energía desbocada que une el frenesí por la materia con la de imponer la urgencia de sus gestos.

José María Parreño es más tajante porque opina que el arte parece deslizarse hacia la inanidad simplemente chistosa, o bien hacia bromas cada vez más pesadas que tratan desesperadamente de llamar la atención. A lo cual hay que añadir la cuestión planteada por Marcel Broodthaers respecto a la necesidad de definir el arte por medio de una constante: la transformación del mismo en mercancía, proceso que se acelera hoy en día hasta el punto de que se superponen los valores comerciales a los artísticos.

Por otra parte, Baudrillard tampoco se queda atrás, pues considera que el contemporáneo es un arte en contra de sí mismo, dado ese deseo de la gente por el espectáculo de la banalidad, tanto como para programar visitas a los urinarios públicos en vez de a los museos, en detrimento de los lupanares cuyas protestas por no haberles incluido han sido estentóreas.

Por eso, para algunos el arte conceptual, los monocromos, el foto-realismo o el pop –yo añadiría alguno más- es el final del arte, llegando a ser todo tan patético que han construido un cementerio para él. Lo que es lo mismo que toparnos de nuevo con la obsesión tan de moda de querer enterrarlo, al fin y al cabo ya dispone de camposanto.

Y es que como pone en evidencia Jaime Brihuega, el gran estómago de nuestra sociedad contemporánea es capaz de asimilar hasta el bocado artístico más agresivo. Lo cual no es totalmente cierto, por otro lado.

No obstante, en esa concepción del poder hacer de todo, cualquier cosa, lo que es importante es el espíritu con que se hace, dice Robert Filliou, y hasta Greenberg tuvo al final que acabar reconociendo que la obra de arte no tenía razón alguna para ser de ninguna manera especial.

Pero ante este arte a la contra que se aleja de la tradición en pos de una genialidad más maniática, hasta volverse ininteligible para el público, el estudioso, inclusive el crítico –no para los curadores, por supuesto-, el propio Gadamer se pregunta: ¿Es esto todavía arte? ¿De verdad que pretende serlo?

O ¿habrá que llegar –de acuerdo a Thierry de Duve cuando habla de Kant después de Duchamp- al retorno del gusto personal –tan burgués- tras el final de la historia del arte causado por los ready-mades? En definitiva entre finales y entierros acabaremos siendo sepultureros y la vida estará escenificada, perdón, por idiotas (Macbeth).

Gregorio Vigil-Escalera

(De las Asociaciones Internacional y Española de Críticos de Arte (AICA/AECA)