LOS FANTASMAS DE WEIMAR

Han vuelto y recorren de nuevo Europa. Como en los años 30 la crisis económica fue su fuerza impulsora y tuvo en el nazismo su más terrible expresión. Millones de ciudadanos se encontraron en el más absoluto desamparo y buscaron a los responsables de sus desdichas. En Italia y, de forma especial, en la Alemania de la República de Weimar las circunstancias propiciaron la aparición del líder carismático que habría de conducir al pueblo por el camino de la recuperación hasta el destino que la Historia les tenía reservado: un sangriento desastre.

A las inasumibles condiciones impuestas en el Tratado de Versalles tras la derrota de 1918, que condujo al país a la miseria económica, se sumó la plutocracia judía que de forma solapada quería acabar con la identidad alemana. Repetidos los argumentos hasta la saciedad, los electores alemanes terminaron por creerse las consignas simplistas y dieron su confianza al nacionalsocialismo, que impuso un régimen de terror y destrucción. Y ahora, si no estamos en las mismas, sí nos encontramos en situaciones de cierta semejanza. La crisis económica desatada en 2008 no está ni mucho menos cerrada, con independencia de las proclamas de políticos de medio pelo que tratan de tapar con la frialdad de los números el sufrimiento de las personas. El pago de la deuda externa de varios países (Grecia, Portugal o España) es una empresa prácticamente imposible de asumir; al igual que la reducción del déficit público sin incurrir en recortes de una agresividad social insoportable.

Es más. Hay factores inquietantes que amenazan con una nueva crisis: tipos de interés negativo que colocan al negocio bancario al borde del precipicio; materias primas en caída libre que hunden el crecimiento de países emergentes; el desarrollo de las energías renovables augura un menor empleo del petróleo y un precio, salvo especulaciones, que dejará de ser el soporte incuestionable de los países productores.  Desde Portugal hasta Polonia, con diversos matices, la clase media europea está descubriendo una insospechada realidad: su inseguridad económica, su desvalimiento y falta de protección, como le sucedía al proletariado del siglo XIX. Y de nuevo su reacción nos recuerda a la  década de los años de la Gran Depresión: descalificación de la clase política, búsqueda de un dirigente salvador e identificación de un enemigo exterior como los refugiados (los nuevos judíos). Son el viento que aviva las brasas del nacionalismo insolidario que la UE pretendía conjurar y que, evidentemente, no lo está consiguiendo por la incapacidad de sus dirigentes de concretar una verdadera federación de estados solidarios, dispuestos a promover el bienestar de sus ciudadanos y afrontar en las mejores condiciones posibles los retos de la revolución tecnológica cuyo tren parece que puede perder. Para mayor abundamiento, la frivolidad política del primer ministro británico puede suponer un golpe difícil de superar, si el Brexit triunfa y provoca la salida de Reino Unido de la Unión Europea.

El nacionalpopulismo que recorre Europa en estos días inciertos se decanta por su expresión reaccionaria: Frente Nacional en Francia o Amanecer Dorado en Grecia. Sin embargo, en España ya no somos diferentes, como se decía en la larga noche de piedra del franquismo, pero seguimos siendo originales: nuestro populismo es de izquierdas, aunque lábil: del leninismo 3.0 del origen se pasó al chavismo, al posmarxismo oportunista de Ernesto Laclau, a la socialdemocracia y hasta reconocer influencias peronistas. La última pirueta del personaje en que se está convirtiendo Pablo Iglesias es la de reconocer el magisterio del, hasta ahora, luciferino Rodríguez Zapatero, denostado por lo inapropiado de su actuación ante la crisis económica, su reforma laboral y su alteración nocturna de la Constitución para asegurar los intereses de los acreedores frente a los de los ciudadanos. Admitiendo que el deseo de todo buen político que se precie es el de llegar al poder para conseguir lo mejor para sus compatriotas y poner punto y final al derrumbe ético de la corrupción, fomentada por los partidos de «la casta», la verdadera ambición del dirigente de la formación morada no es llegar al poder, aunque haya que repetir las elecciones tantas veces como sea preciso. Es llegar al poder, sí, pero para presentar la versión española de «Aló presidente» de su admirado Chávez. Y el resto se dará por añadidura.