Los corsarios de la Caja. Fernando González
Menudo pastel putrefacto y maloliente, plagado de moscas golosas pegadas a él, nos hemos encontrado en la trastienda de Caja Madrid. Sabíamos de la calamitosa gestión que arruinó a una entidad que fuera de todos los madrileños, del desembarco corsario de politicastros y agentes sociales en sus playas institucionales, de los sueldos fabulosos que la Caja abonaba a sus directivos y consejeros y de los créditos blandos que allí se les concedía, pero no imaginábamos que también se lo llevaban crudo y en negro.
Mientras el Titanic Caja Madrid se iba a pique en las aguas negras de la crisis económica, los aventureros que pilotaban la nave, acostumbrados a jugarse el dinero ajeno en tómbolas financieras, sin percatarse de la deriva peligrosa que torcía el rumbo del barco, se divertían a bordo. Cuando advirtieron que los arrecifes de la burbuja inmobiliaria se incrustaban en el casco de la nave, ya no pudieron maniobrar para evitar el desastre. La catástrofe se consumó, para desgracia de propios y extraños.
Hasta ese fatídico día, los consejeros políticos y sociales, que nada sabían presuntamente de periplos marítimos, que tampoco tenían el menor interés en conocerlos, que cobraban un salario por formar parte del elenco, se gastaban una pasta gansa en cada puerto franco donde atracaba el barco. Más de quince millones de euros dilapidaron en desembolsos corrientes y caprichos varios.
Tiraban de tarjeta como si sacaran agua de un pozo sin fondo, malbaratando un recurso que era de toda la comunidad. Los muñidores del invento, que eran entonces los máximos responsables de la institución, se habían fabricado un mecanismo de gastos opacos que burlaba el control de sus propios interventores y la curiosidad del Fisco. Las supuestas capacidades de las que presumían los gestores de la Caja, lejos de emplearse en la buena marcha del negocio, se utilizaron para embolsarse secretamente un buen puñado de euros.
Podría ser uno más de los muchos casos de corrupción que nos escandalizan a todos, pero un fraude tan característico se convierte en una burla a la ciudadanía pagana del rescate de la Caja y una afrenta a todos sus accionistas y tenedores de preferentes. Un allegado mío, que ha rebasado ya la envidiable edad de noventa años, anda de procedimientos judiciales para recuperar los quince mil euros que le confiscó una sucursal de la Caja.
En lugar de devolverle el pequeño capital que confió a su banquero de cabecera, transformado después por la Caja en humo de preferentes, ahora le obligan a comparecer ante un juez. ¡Con noventa años y por quince mil euros! Los damnificados tienen cara y apellidos, como el familiar que les cito, son jubilados en su mayoría y fueron engatusados miserablemente, cambiándoles sus ahorros depositados a plazo fijo por productos de especulación financiera, irrecuperables y sin plazo de vencimiento.
Los afectados están pagando su candidez con sobresaltos y disgustos. Van peregrinando de arbitraje en arbitraje, de abogado en abogado, de juzgado en juzgado, sin recuperar lo que era suyo. Tantos desvelos contrastan, demagogias aparte, con la conciencia laxa y la dejadez amoral de los tarjeteros manirrotos. Resuélvase el problema que acucia a los perjudicados y castíguese a los espabilados con una fulminante expulsión de la vida pública. Caso por caso, compruébese si han devuelto lo que se llevaron y reclámese las cantidades malgastadas a los que aún no hayan tenido la decencia de hacerlo. No deberían quedar impunes los corsarios que arramplaron con parte del botín que se salvó del naufragio de Caja Madrid.