Los barbudos de Europa. Fernando González

Los socios sureños de la Comunidad Europea deberían imitar a Conchita Wurst y plantarse barbudos y reivindicativos en el futuro Europarlamento. Como reclamaba la mujer barbuda en su victoriosa plegaria eurovisiva, también nosotros necesitamos una Europa más integradora, igualitaria y tolerante. Podría sucedernos entonces, aunque yo no sea muy optimista en ese terreno, que los países nórdicos y centroeuropeos que votaron entusiastas al transformista austriaco, que apoyaron implícitamente lo que él quería representar, se animaran a solidarizarse con las naciones comunitarias damnificadas por la crisis, sacándolas así de la marginalidad política y económica donde están. Para alcanzar tan notables objetivos, no vale cualquier barba. Desde que se tiene noticia gráfica de su biografía militante, Rajoy luce una barbita recortada y timorata, encanecida hoy por el paso del tiempo, pero tal complemento piloso nunca se interpretó en Europa como un símbolo de trasgresión e inconformismo con lo impuesto.

Enfrentados a una crisis global, producto imprevisto de los excesos especulativos del capitalismo improductivo, las economías más activas combatieron el fenómeno con inversiones públicas y una estrategia monetaria dinámica y expansiva, justamente lo contrario de lo que se hizo en nuestra conservadora y acobardada Europa. Mientras los más valientes se recuperaban del colapso creciendo económicamente y creando empleo, aquí nos despeñábamos por el barranco de la austeridad y la recesión. Comprobado está que existen otras alternativas viables a la cirugía carnicera de la derecha liberal europea, basta con estudiarse las fórmulas empleadas por el Presidente Obama en los Estados Unidos y aplicarlas en Europa.

Las autoridades de la Reserva Federal norteamericana, impulsora de soluciones más eficaces y operativas que las medidas que aquí se han adoptado, acaban de calificar como innecesarios e injustos los sacrificios impuestos por la troica comunitaria a la ciudadanía europea, una acusación gravísima que nuestros gobernantes han encajado sin ruborizarse lo más mínimo. Callados permanecen también los ejecutores  serviles de una política tan insufrible y desatinada. Aquel sistema social del bienestar colectivo, levantado sobre las cenizas de una Europa devastada por la Segunda Guerra Mundial, redistributivo y solidario, culto y pacífico, abierto e integrador, sobrevive a duras penas. Los hay que pretenden mantenerlo como algo propio a costa de quitárselo a los recién llegados, pero los hay también que lo eliminarían como seña de identidad de la Comunidad Europea.

Puesto nuestro futuro en el atolladero donde algunos visionarios equivocados  lo han amarrado, bueno sería que una mayoría ideológica distinta gobernara en Bruselas los próximos años. Ya sabemos  en España y en otros países tutelados por la CEE de lo que es capaz la gobernanza saliente, intuimos que podríamos salir del agujero impulsándonos sobre resortes más progresistas y no debemos apostar por una   Europa deforme que crezca y se desarrolle aupándose  sobre las espaldas raquíticas de sus miembros más debilitados. Tampoco debemos consentir una Europa donde renazcan los nacionalismos suicidas que siempre nos llevaron al desastre, resucitados irresponsablemente  por  una panda de politicastros xenófobos  y extremistas. Muchos ciudadanos europeos,  la mayoría de ellos en el sur de la Comunidad,  se han  quedado desasistidos en las carreteras del progreso, abandonados por los que más tienen. Reclamemos todos, como la mujer barbuda, un cambio profundo que nos devuelva la Europa que conocimos.