Los artistas no cuentan cuentos, ¿o sí?

Se supone que el artista ha de estar poseído por una vocación irresistible, un saber dibujar y conocer todas las técnicas y procedimientos que en cada momento, e incluso antes, estén vigentes. También de una visión aguda, precisa e intuitiva de las formas y de los espectros cromáticos.

Y, ¿qué haría sin una imaginación creadora, un sentido de la realidad, una fantasía y dotes de invención? Pues absolutamente nada si con todo ello no extrae su inspiración de los estratos de la conciencia, utilizando los soportes y materiales más variados sin desdeñar las posibilidades creativas tradicionales y los más diversos tratamientos tecnológicos.

 

 

 

Aun así, algunos especialistas y autores opinan que el arte formula lo que no se puede formular, y la razón de ello está  basada justamente en que la prescripción de tal eventualidad es un ser presa de una emoción vehemente, profunda, destinada a perpetuarse sin cesar y acaparar todas las fuerzas del espíritu desde el primer día. Por tanto, el artista confinado en sus síndromes pasionales y sus delirios alucinatorios, está al servicio de un único interés: el arte.

Pues el delirio es un discurso vivo, individual y dislocado de toda norma, en el que los universos creativos se configuran a través de la yuxtaposición de memorias y realidades distintas, en pensamientos y acciones que se organizan en un complejo caos viviente repleto de sentimientos, en expresión a un tiempo colmada de visión y destino, de vida y trascendencia.

Y tal complejo existencial y creador da lugar a que tanto lo plástico como lo estético lo abarquen todo, a que establezcan un ámbito de resonancias cósmicas, a que desencadenen el arrebato y la experiencia que incita al diálogo, habilitando con ello al espectador en la búsqueda de conclusiones propias.

Gregorio Vigil-Escalera

De las Asociaciones Internacional y Española de Críticos de Arte (AICA/AECA)