LOS ÁRBOLES Y EL BOSQUE

La abdicación del Rey ha provocado un torrente de alabanzas a su gestión, como benefactor demiurgo de nuestra actual democracia, al tiempo que ha desatado un debate latente: Monarquía o República. Y llega este debate en un tiempo de especial dificultad. Como algo inherente al ADN de los Borbones, es una constante histórica que su salida del trono sea como consecuencia de desastres a los que ellos han contribuido hasta con contumacia, desde Carlos IV hasta Alfonso XIII. En 1931 unas elecciones municipales dieron el último empujón a un reinado aciago; ahora, por parte de algunos, los resultados de unas elecciones europeas sirven para poner en cuestión a la institución monárquica, cuyo titular cierra su mandato con un estrambote que ha arruinado todos los méritos (discutibles en algunos casos) que se le han atribuido y que han mantenido durante bastantes años en alta estima de la población a la Monarquía.

Lo razonable es que la Jefatura del Estado sea desempeñada por una persona elegida democráticamente. La opción de la herencia se presenta como algo trasnochado. Sin embargo, justo es reconocer que hay monarquías parlamentarias (democráticas) y repúblicas que no pueden tapar las vergüenzas de una dictadura. Es más, cuando el Presidente de la República es una figura de mera representación su elección se realiza en el parlamento (Alemania, Italia) y se deja la elección ciudadana para el Jefe del Ejecutivo que es el que responde de su acción de gobierno. El dilema entre una figura u otra en la cúpula representativa del Estado debería ir acompañado de otras transformaciones, como la estructuración e integridad del propio Estado, puesto en cuestión por los nacionalismos, especialmente el catalán y el vasco.

En una sociedad arrasada por la crisis económica, con índices de desempleo que son una auténtica provocación social y con un Ejecutivo que, con mano de hierro envuelta en el terciopelo de la mayoría absoluta y a los dictados de la Troika, ha reducido salarios y derechos hasta límites en modo alguno planteados en su programa electoral, la Jefatura del Estado sin poderes ejecutivos no debería ser la primera preocupación. Y, sobre todo, si el gobierno sigue su amenazante camino con el anuncio de leyes coactivas, como la del aborto o la de seguridad ciudadana. Es una actitud casi calcada a la del gobierno radical-cedista , el del «bienio negro», durante la Segunda República.

Cierto que hay un tiempo nuevo, con nuevas generaciones que piden paso y que no se sienten concernidas con un sistema político que la oportunidad más clara que ofrece es la emigración. Pero los árboles del dilema «Monarquía o República» no debe impedirnos ver el bosque que conforman las auténticas relaciones de poder. Si el cambio se limita a eliminar la condición hereditaria de la Jefatura del Estado poco se habrá avanzado.

En primer lugar la tan denostada Constitución actual, aunque necesitada de revisión, contiene suficientes mandatos en relación a la protección social o a la vivienda como para que el drama de miles de familias no fuera tal si se hubiesen puesto en prácticas dichos mandatos. Sin embargo, la realidad demuestra que los esfuerzos y sacrificios de la mayor parte de la ciudadanía se han dirigido a restañar los desaguisados del mundo financiero. En esta línea, la demanda del «izquierdismo de twitter», que ha hecho eclosión en los recientes comicios europeos, sobre la Banca está contemplada en la actual Constitución, así como la intervención de las grandes empresas con prácticas monopolistas (Curiosamente, estas medidas coinciden con el Punto 14 de la declaración fundacional de Falange).

La apuesta por la opción «República» debe concretarse mucho más para despejar las reservas de una primera experiencia que amenazó con hacer saltar por los aires la integridad territorial, llevada la opción federalista y cantonal hasta límites grotescos y haciendo exclamar al Presidente Estanislao Figueras «Estoy hasta los cojones de todos nosotros», antes de  dimitir y tomar un tren para exiliarse en Paris. La segunda experiencia terminó con la terrible guerra civil, instigada por una clase social que en modo alguno estaba dispuesta a ceder un ápice de su poder e influencia.

España devora constituciones a velocidad de vértigo y a pesar de los muchos años transcurridos desde su aparición como Estado, se sigue preguntando por su identidad e incluso por su propia existencia. Es de esperar que las nuevas generaciones y las exigencias que plantean tengan un mejor desenlace que los habidos hasta ahora en situaciones semejantes en el pasado, resueltas como el «rosario de la aurora»: a farolazos